Salvo la vida de un imbécil

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La gente sale corriendo en todas direcciones, gritando presa del pánico. La maga que se pelea con los guardias lleva todas las de perder a pesar de sus poderes raritos. Entonces aparece un chico, que grita una palabra que no entiendo y todos los guardias se desmayan al acto. Me escondo detrás de un carromato y observo la escena. Al fin y al cabo no todos los días se ve un duelo entre dos hechiceros y un puñado de marionetas del rey.

Mientras el nuevo y su compañera se dedican a dar por saco a los jinetes que protegían la carroza real, veo que alguien sale arrastrándose de debajo de esta. Es un hombre que debe tener entre 35 y 40 años, y tiene el cabello castaño oscuro muy corto, a conjunto con su barba bien recortada. Le reconozco enseguida, aunque la última vez que le vi tenía apenas 18 años. El hombre cuya cara está impresa en las monedas. El que ordenó arrestar a todos los magos del reino sin avisar, dos días antes del comunicado. El que se dice que envenenó a su propio padre para conseguir la corona y el poder. El tipo que tengo delante, al cual le sangra un corte en la sien, y parece desorientado como un pez en el desierto es Caler II, rey de Laurentum.

Los dos magos se deshacen de sus enemigos, que acaban todos dormidos en el suelo y se separan. El hombre se prepara para detener a los refuerzos que llegan y la mujer se abalanza sobre el rey, tirándolo al suelo. Ella parece agotada, gotas de sudor resbalan por su larga cabellera rubia, pero aún así levanta un puño y con un susurro, lo envuelve en llamas negras como la noche. No sé mucho de magia, pero eso tiene pinta de ser más letal que una caída por un barranco que lleve a un río de lava lleno de serpientes. Es obvio que pretende asesinar al rey. Sin saber porqué, colocó una flecha en el arco y apuntó a su corazón. Pero no disparo. No sé porqué, se supone que es lo que haría un ciudadano ejemplar. Salvar la vida de su querido rey. Y aunque odie a ese tirano, el me podría recompensar con oro, joyas, o lo que fuera. Tenso la cuerda del arco, sabiendo que nunca fallo a esta distancia y entonces observo el rostro de la chica. Debe tener mi edad, pero no es eso lo que me sorprende. En su rostro hay ira, odio, cansancio... y dolor. Mucho dolor. Estoy segura de que el rey le quitó un ser querido, directa o indirectamente. Esto no es un acto de guerra. Es una venganza.

Demasiado tarde. Mis dedos trabajan solos y sueltan la cuerda. La flecha vuela a toda velocidad, y oigo un grito de advertencia por parte del otro hechicero, antes de que la flecha encuentre su blanco. La mujer grita de dolor, y se desploma con la flecha clavada en el hombro, justo cuando el rey se levanta y se aparta de ella. Su compañero tiene el tiempo justo para agarrarla del brazo y decir algo incomprensible, antes de que el monarca desenvaine su espada y le lance una estocada al corazón. La hoja está a centímetros de su cuerpo, cuando los magos desaparecen de golpe con un ruido de succión.

El rey ruge de ira mientras envaina de nuevo, y entonces me mira. En su mirada no hay ni una pizca de compasión ni humanidad. Una mirada que da ganas de gritar, huir, dar patadas, esconderse, acurrucarse en posición fetal o quedarte paralizado. Hasta que se suaviza al fijarse en mí y dice:

-Me has salvado la vida, arquera.¿ Puedo saber cómo te llamas?-

Tartamudeando de los nervios, respondo:

-Me llamo Írisa Alba blanca, majestad.-

Sildes, los hijos del aire.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora