Confundido

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Se sentía incómodo. Y nervioso.
Las manos le sudaban y si Sofía no estuviera sosteniendo su mano izquierda, Mauricio estaba seguro de que empezaría a temblar levemente, como la derecha.
Las manos le sudaban, estaba nervioso y se sentía incómodo. Todo porque Sofía le sostenía la mano. Eso y porque estaba a punto de llamar a sus padres.
Era de noche, pasaban de las nueve y a pesar de que ya se había ido el invierno, las noches seguían siendo frías. Esta en especial era muy oscura. El cielo nublado escondía a la luna y las estrellas. El viento helado movió el cabello de Sofía y el chico notó que le había crecido un poco.
No quería compararlas, de verdad que no, pero no pudo evitarlo.
Sofía con su cabello negro y ojos de un azul tan profundo que en ocasiones parecían oscuros, con unos labios bonitos y piel, bueno, Mauricio nunca la había tocado pero podría jurar que era suave, por lo menos lo parecía. Tenía unas cuantas pecas esparcidas por su nariz y que él encontraba especialmente adorables.
Lucía era hermosa. Su cabello claro, sus ojos verdes, su nariz pequeña y respingada, sus labios rosas. El chico no tenía idea de si llevaba maquillaje pero, por las veces que la había visto llorar sin que nada se le corriera, sospechaba de que no era el caso.
Las manos de Lucía eran pequeñas y suaves, sin las uñas pintadas. Sofía tenía dedos largos y en las yemas de sus dedos pudo notar un par de cayos... ¿Por tocar un instrumento quizás? El chico no tenía idea y se moría por preguntarle.
En las uñas de Sofía había rastros de pintura de un azul metálico.
Ambas hermosas. Aunque sin duda Lucía llamaba más la atención. Ella no ocultaba su belleza, algo que sin duda Sofía llevaba haciendo toda su vida. No era que Lucía presumiera. Tal vez se debía a que era un poco inconsciente de su belleza, del efecto que ejercía en las personas que la rodeaban.
Sofía, por el contrario, parecía ser consciente de su belleza y de la impresión que causaba en la gente, y por su personalidad un poco introvertida, decidió hacer algo al respecto y no llamar la atención.
Como fuera, ambas eran hermosas. Sin embargo no era la belleza de Sofía lo que lo ponía nervioso. Si Mauricio era honesto consigo mismo, y quería creer que lo era la mayoría del tiempo, estaba nervioso porque estaba confundido.
Nunca creyó que estaría en una posición como aquella. Tener sentimientos por dos personas a la vez. ¿Cómo iba a imaginarse eso cuando a lo largo de su vida eran contadas sus relaciones amorosas? Y lo peor de esa situación tan ridícula era que ambas chicas parecían verlo solo como amigo.
Y si además le agregabas la llamada que estaba por hacer, bueno, era imposible que sus manos no sudaran, por más que él quisiera que no lo hicieran.
— ¿Estás bien?—preguntó la chica, dándole un pequeño apretón a su mano. Era imposible que no notará las pequeñas gotas en su palma—. A lo mejor me pasé y te presioné demasiado. Si no estás preparado, podemos hacer esto después. Tú pon la fecha.
Mauricio le sonrió a la chica, agradecido de que ella interpretara su nerviosismo de esa forma. Pero negó con la cabeza. Ya había esperado suficiente.
—Estoy bien—aseguró el chico y apretó la tecla.
Sonaron tres timbres antes de que una voz familiar le contestara.
—Casa de la familia Salazar—lo saludó Helena, el ama de llaves—. ¿En qué puedo ayudarle?
Al chico se le secó la boca y perdió el habla por unos segundos.
— ¿Hola?—dijo Helena y en su voz había cierta molestia—. Si no responde, voy a colgar.
Mauricio tomó aire y habló.
—Hola­—. Era algo tonto, lo más probable es que Helena no lo reconociera. Ya habían pasado años y seguramente su voz había cambiado—. Helena, habla Mauricio.
Hubo unos segundos de silencio del otro lado de la línea. Sofía lo miraba alzando las cejas, expectante.
— ¿El señor Mauricio, hijo de...?
—Sí, soy yo.
—Se... Señor—y ahora la voz de Helena había enronquecido un poco—. ¿Quiere que le comunique con algún miembro de la familia?
Y era una pregunta tan obvia y tan típica de la Helena que Mauricio había conocido, que él soltó una pequeña carcajada.
—Por favor—pidió el chico.
Escuchó unos murmullos, pasos y un par de jadeos y antes de que Helena se despidiera, susurró:
—No sabes cuánto me alegra escuchar tu voz otra vez, Mauri.
"Mauri". Así le había dicho su nana, Helena, el ama de llaves. Mauricio la quería como si fuera su abuela y escucharla susurrarle su apodo de niño casi hizo que se le rompiera el corazón.
No le dio tiempo para disculparse o decir nada más antes de que escuchara la voz de su madre.
—Gracias, Helena. Ya puedes colgar—. Seguramente estaba en la biblioteca, leyendo mientras su esposo trabajaba. Sus padres acostumbraban a dormir al mismo tiempo. En ocasiones cuando su padre tenía mucho trabajo, su madre le ayudaba o si no, se quedaba con él en la biblioteca, leyendo.
La voz de su madre no había cambiado; aún podía oír la elegancia y delicadeza en su tono y al chico lo invadieron unas ganas locas de poder estar frente a ella y abrazarla como no la había abrazado todos esos años.
— ¿Mauricio?—preguntó confundida, temerosa, esperanzada.
—Hola, mamá—lo saludó él con un nudo en la garganta.
Entonces escuchó un jadeo, el ruido sordo de un libro cayéndose contra la alfombra. La respiración temblorosa de su madre llenó el silencio por los dos y los pasos pesados de un hombre que se acercaban a ella.
—Eres tú—sollozó su madre.

La chica del trenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora