Capítulo Ocho

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Silencio.

No contesté a lo que había dicho el señor Fitzgerald y en el despacho se instauró un mutismo muy incómodo. Era como la calma antes de la tempestad, la que precedía a un gran temporal e implicaba un problema. Noté su mirada clavada en mí, esperando que respondiese. Me miraba sin pestañear, observándome, analizándome, examinando cada gesto que hacía de forma inconsciente, queriendo saber qué pensaba.

El problema es que ni yo sabía lo que decirle.

Podría decirle la verdad: no confiaba en él, así de sencillo. Me gustaba la sinceridad, abogaba por ella en casi todos los aspectos de mi vida, la prefería antes que a una mentira, aunque mi vida se basase en ellas. No obstante, en este caso era distinto.

El señor Fitzgerald me había salvado la vida, eso le otorgaba el beneficio de la duda. Una parte de mí se fiaba de él por ello. Sin embargo, las palabras en el diario de Carlin seguían en mi cabeza, no debía confiar en nadie, solo en mí misma. No podía repetir los errores que había cometido ella.

—Aerith —insistió con ese tono calmado que siempre usaba cuando hablaba conmigo; suave, sereno, pausado, y me miró a los ojos.

Y como ocurrió la última vez que nuestras miradas se cruzaron de forma tan directa, me perdí en el abismo de sus orbes verde grisáceos. Sentí que estaba a su merced y total voluntad. Si lo quisiera, haría cualquier cosa que me pidiese sin oponer ningún tipo de resistencia.

—¿Qué es lo que está haciendo? —pregunté en un intento de recuperar el control sobre mí misma—. ¿Por qué cuando lo miro...

—... tienes la sensación de que te pierdes y dejas de ser tú? —interrumpió completando mi pregunta, a lo que asentí—. Es normal, es por lo que soy. Los vampiros somos depredadores, todo tu cuerpo se ve atraído hacia mí de forma instintiva. Aunque las criaturas sobrenaturales os resistís más, demostráis una oposición a mi encanto un tanto curiosa. En cambio, con los humanos es muy común, se sienten atraídos por mí sin saber bien por qué. Por eso soy el profesor preferido de la mayoría de alumnos, chicos y chicas. Sienten una fuerza sobrenatural hacia mí, como la presa antes de ser cazada.

—No lo haga más —pedí con un hilo de voz, aún recuperándome—. Odio no poder tener control sobre mis acciones.

—No puedo evitarlo, Aerith. Me sale solo, no lo hago queriendo —se disculpó para luego levantarse y colocarse a mi lado, demasiado cerca—. Me estoy dando cuenta de que estás evitando mi pregunta. ¿Por qué no quieres darme una respuesta? ¿Tanto te intimido?

—Es que no sé qué quiere que le diga, señor Fitzgerald —admití.

—Es fácil, es una respuesta sencilla, un sí o un no. Confías en mí o no lo haces. No hay más que decir ni mucho más que pensar, es simple.

Estaba ya cansada de la insistencia constante del señor Fitzgerald con ese tema. Parecía que no entendía lo que era un no.

—¿Quiere saber si confío en usted? —Él asiente—. No, no lo hago —verbalicé sin temor—. Confiar es una palabra muy grande e implica una relación con alguien más cercana e íntima de la que tenemos. ¿Me fío de usted? Sí, eso podría decirse que sí. Pero porque me salvó la vida, nada más.

Justo después de decirlo, alzó las cejas, sorprendido y negó la cabeza de forma sutil.

—Me he excedido y me disculpo si en algún momento te he hecho sentir incómoda. Tengo la impresión de que te has sentido presionada o algo peor.

Se había dado cuenta de lo agobiada que estaba por su culpa, algo que agradecí. No obstante, me sentí igual, su disculpa no cambió nada.

—Gracias —conseguí articular.

Inolvidable ¹Donde viven las historias. Descúbrelo ahora