Capítulo Treinta y Uno

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Siempre había sido una persona bastante impulsiva. De las que se dejaban llevar por lo que sentían en el momento antes de reflexionarlo con calma y frialdad.

Esta vez no fue la excepción, no cuando sentía que en mi vida solo me ocurrían cosas que no querían, que nada me salía como quería o esperaba.

Desde que nos habíamos mudado a West Salem la sensación era mucho peor. Aquí supe, por fin, todo lo que merecía conocer desde tiempo atrás, que por las decisiones de mi madre, según ella para protegerme, me había arrebatado la posibilidad de saberlas y tomar decisiones o actuar conforme a eso.

No obstante, ya no me compensaba tener esa información. No lo hacía para nada. Era mucho más feliz antes de venir aquí, era mucho más feliz sin saber que había alguien que me quería muerta o peor, atraparme para retenerme como le había pasado a Carlin, que se fue marchitando poco a poco perdiendo el control que tenía y arrepintiéndose de todas las cosas que había hecho o dicho en su pasado.

Yo no quería eso, no quería pasar el resto de mis días encerrada.

Sin contar que, estaba más que cansada de tener la sensación de ser la chica a la que tenían que rescatar, a la que tenían que proteger de cualquier cosa. Blake me lo había demostrado cuando nos habían atacado, las dos veces que lo habían hecho estando con él. Su primer instinto había sido que yo huyese, que lo dejase solo luchando contra todos esos vampiros para que yo estuviese a salvo.

Y yo me preguntaba, ¿por qué?

¿Tenía el aspecto de ser una persona débil? ¿De que no podía defenderme? Porque no era así, yo no era así. En estos meses entre las clases de defensa personal de Blake y las del señor Fitzgerald había aprendido mucho; sabía cómo golpear y dónde hacerlo para causar daño. Además, había aprendido también a usar el fuego para el combate, no solo como el factor sorpresa, sino para darme una ventaja.

Hacía tiempo que no me atacaban, sin embargo, cada una de las veces que me había pasado no se me habían olvidado, las seguía recordando casi a diario. Sobre todo, seguía recordando lo mal que lo había pasado en las primeras ocasiones.

Y estaba harta de eso. Harta de estar pensando en que cualquier momento alguien me podría sorprender o mucho peor, sorprender a mi familia y que fueran tras ellas. Porque esa era una posibilidad, si no podían conmigo podían ir a por mi familia, para hacerme daño, para obligarme a que fuera con ellos haciéndome chantaje o solo por diversión.

Y eso me aterraba.

Pensar que podían hacerle daño a mi madre, aunque estuviese enfadada con ella, o a mis hermanas, que las quería como a nada en el mundo, solo para tener un beneficio, me asustaba tanto que había decidido pasar a un plan de ataque aunque fuese un acto impulsivo.

No podía hacerlo sola. Sería una misión suicida ir a por un vampiro gobernante y su séquito de secuaces, que serían todo tipo de vampiros de diferentes clases. Me superarían en número y no tendría ninguna opción de vencer y acabaría o muerta o encerrada, y ninguna de las opciones me convencía.

Ahí entraba el señor Fitzgerald, lo conocía lo suficiente, o creía hacerlo, para saber que acabaría aceptando.

—Aerith, ¿a qué viene eso? —me escudriñó con los ojos intentando buscar una respuesta en ellos.

—Usted siempre ha querido que aceptase su ayuda, insistió mucho en ello —remarqué lo obvio—. Ahora soy yo la que le pide su cooperación. ¿Tan extraño lo ve?

—Sí, demasiado —admitió con el ceño fruncido—. Con lo que te costó aceptar mi ayuda cuando te la ofrecí hace meses, tardaste semanas en hacerlo... y ahora, ¿me la pides sin más?

Inolvidable ¹Donde viven las historias. Descúbrelo ahora