Busqué a Céline en el Webster. 1894–1961. Estábamos en 1993. Si
estuviera vivo, tendría 99 años. No era extraño que la señora Muerte le
anduviera buscando.
Y aquel tipo de la librería parecía tener entre 40 y 50 años. Bueno, ya
estaba. No podía ser Céline. O tal vez era que había encontrado el método
para vencer el proceso de envejecimiento. Mira las estrellas de cine, cogen la piel del culo y se la ponen en la cara. La piel del culo es la que más tarda en tener arrugas. Todas van por ahí durante sus últimos años con cara de culo.
¿Haría Céline eso? ¿A quién le gustaría vivir tanto como para llegar a los 99 años? A nadie que no sea un estúpido. œPor qué querría Céline durar tanto? Todo el asunto era de locos. La señora Muerte estaba loca. Yo estaba loco.
Los pilotos de las líneas aéreas estaban locos. Nunca mires al piloto,
simplemente embarca y pide que te sirvan unas copas.
Miré a dos moscas que estaban follando y después decidí llamar a la
señora Muerte. Me bajé la cremallera y esperé a oír su voz.
–Hola –oí que decía su voz.
–Hmmm –dije yo.
–¿Cómo? Ah, es usted Belane. ¿Ha avanzado algo en el caso?
–Céline está muerto, nació en 1894.
–Conozco los datos, Belane. Mire, sé que está vivo... en algún sitio, y el
tipo de la librería podría ser él. ¿Ha avanzado algo? Quiero conseguir a ese tipo. No sabe usted cuánto.
–Hmmm –dije.
––Súbase la cremallera!
–¿Ehh?
––Estúpido, he dicho que se suba la cremallera!
–Bueno, bueno... está bien...
–Quiero pruebas concretas de que ese tipo es o no es. Ya le he dicho
que tengo un bloqueo absurdo en este asunto. Barton le recomendó a usted,
me dijo que era uno de los mejores.
–Oh, sí, de hecho también estoy trabajando para Barton, intentando
localizar al Gorrión Rojo. ¿Sabe usted algo de eso?
–Mire, Belane, resuelva esto de Céline y le diré dónde está el Gorrión
Rojo.
–Oh, señora, ¿me lo dirá? Haré cualquier cosa por usted.
–¿Como qué, Belane?
–Bueno, mataría a mi cucaracha preferida, daría de latigazos a mi
madre si estuviera aquí...
––Deje de decir tonterías! Estoy empezando a pensar que, por lo que a
usted se refiere, Barton me ha dado gato por liebre. O sea que será mejor que empiece con ello. –O resuelve esto de Céline o voy por usted!
–Eh, espere un minuto, señora.
La línea se había cortado. Colgué el auricular. –Guau! Para venir por mí
no tenía ningún tipo de bloqueo.
Yo tenía trabajo que hacer.
Miré alrededor buscando alguna mosca a la que cargarme.
La puerta se abrió de golpe y allí estaba McKelvey y una gran pila de
estiércol subnormal. McKelvey me miró y después señaló a aquello.
–Éste es Tommy.
Tommy me miró con sus ojillos turbios.
–Encantao de conócele –dijo.
McKelvey sonreía de un modo horrible.
–Bueno, Belane, Tommy está aquí simplemente con un propósito, y ese
propósito consiste en convertirte lentamente en una mierda sangrante.
œVerdad, Tommy?
–Uhh, uhh –dijo Tommy.
Parecía pesar unos 170 kilos. Bueno, quitándole el sarro se podría
quedar en 160.
Le dirigí una sonrisa amable.
–Mira, Tommy, tú no me conoces, ¿verdad?
–Uhh, uhh.
–Así que ¿por qué ibas a querer hacerme daño?
–Porque el señor McKelvey me lo ha dicho.
–Tommy, si el señor McKelvey te dijera que bebieras pipí, ¿lo harías?
–Eh –dijo McKelvey–, deja de confundir a mi muchacho.
–Tommy, ¿te comerías la caca de tu madre simplemente porque el señor
McKelvey te hubiera dicho que te la comieras?
–œEh?
–Calla, Belane, el que habla aquí soy yo.
Se volvió hacia Tommy.
–Oye, quiero que rompas a este tipo como si fuera un periódico viejo,
que le hagas cachitos y los esparzas al viento, œlo has entendido?
–Sí, señor McKelvey.
–Bueno y, entonces, œa qué estás esperando, a la última rosa del verano?
Tommy dio un paso hacia mí. Saqué la Luger del cajón y apunté a la
enorme inmensidad de Tommy.
––Quieto ahí, Thomas, o vas a chorrear más líquido rojo que las
camisetas del equipo de fútbol de Stanford!
–Eh –dijo McKelvey–, œde dónde has sacado ese maldito cacharro?
–Un detective sin pistola es igual que un gato con condón o que un
reloj sin manecillas.
–Belane –dijo McKelvey–, hablas como un mentecato.
–Ya me lo han dicho. Ahora dile a tu muchacho que vuelva atrás o le
voy a hacer tal agujero que le vas a poder pasar un pomelo de un lado al
otro.
–Tommy –dijo McKelvey–, vuelve aquí y ponte delante de mí.
Se quedaron así. Yo tenía que decidir qué iba a hacer con ellos. No era
fácil. Nunca saqué unas notas como para estudiar en Oxford. Me catearon
en biología y era flojo en matemáticas, pero había conseguido mantenerme
vivo hasta ahora.
Tal vez.
De todos modos, de momento tenía una especie de as de una baraja
marcada. Tenía que hacer un movimiento. Ahora o nunca. Septiembre se
venía encima. Los pájaros estaban reunidos en bandadas. El sol estaba
sangrante.
–Muy bien, Tommy –dije–, ponte a cuatro patas ahora mismo.
Me miró como si no oyera demasiado bien.
Le dirigí una leve sonrisa y le quité el seguro a la Luger.
Tommy estaba sordo, pero no del todo.
Se puso a cuatro patas y todo el 6.° piso se movió como si hubiera un
terremoto de intensidad 5,9. Mi Dalí falso se cayó al suelo. Era el del reloj
que se derrite.
La mole de Tommy era como el Gran Cañón mirándome.
–Tommy –le dije–, ahora tú eres un elefante y McKelvey es un
elefantito, œde acuerdo?
–œEh? –preguntó Tommy.
Miré a McKelvey.
––Venga, sube, móntate!
–Belane, œestás majareta?
–œQuién sabe? La locura se establece por comparación. œY quién dicta la
norma?
–Yo qué sé –dijo McKelvey.
––Que subas!
––Está bien, está bien! Pero nunca había tenido un problema así porque
venciera un contrato de alquiler.
–œQue subas, gilipollas!
McKelvey trepó a la espalda de Tommy. Tuvo serios problemas para
poner una pierna a cada lado. Casi se raja el culo en dos.
–Bien, Tommy –dije–, ahora eres un elefante y vas a llevar a McKelvey
sobre la espalda por el rellano hasta el ascensor. –Empieza ya!
Tommy empezó a arrastrarse por el suelo de la oficina.
–Belane, me las pagarás –dijo McKelvey–. Lo juro por los pelos del
pubis de mi madre.
–Vuelve a fastidiarme, McKelvey, –y te dejo la polla como para tirarla a
la basura!
Abrí la puerta y Tommy se arrastró hacia afuera con su elefantito.
Se arrastró por el rellano y al devolver mi Luger al bolsillo del abrigo
noté que allí había algo, un trozo de papel arrugado. Lo saqué. Era el
formulario para el examen escrito de renovación del carnet de conducir. Es-
taba lleno de marcas rojas. Me habían cateado.
Tiré el papel por encima del hombro y seguí a mis amigos.
Llegamos hasta el ascensor y apreté el botón.
Me quedé allí tarareando un trozo de ÿCarmenŸ.
Después, sin saber por qué, me acordé de haber leído hacía tiempo
cómo encontraron a Jimmy Foxx muerto en la habitación de una pensión de
mala muerte. Todos esos tipos que se largan de casa. Muertos entre
cucarachas.
El ascensor llegó. Se abrió la puerta y yo le di una patada a Tommy en
el culo. Se arrastró hacia dentro llevando a McKelvey. Dentro había 3
personas que iban de pie, leyendo sus periódicos.
Siguieron leyendo. El ascensor bajó.
Yo bajé por las escaleras. Necesitaba hacerlo. Me sobraban 6 kilos.
Conté 176 escalones y ya estaba en la planta baja. Me paré en la
expendeduría de puros, compré uno y el Daily Racing Form. Oí que llegaba
el ascensor.
Una vez en la calle caminé con decisión entre la contaminación. Tenía
los ojos tristes, los zapatos viejos y nadie me quería. Pero tenía cosas que
hacer.
Yo era Nicky Belane, detective privado.

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