Capítulo 21

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El monstruo de ojos grises.

Había muchos momentos en la vida de Alaric que habían pasado tranquilamente, sin llamar la atención: su vida escolar, cumpleaños, tardes en casa, el orfanato, los años de bloqueo... Pero no podía contarlos porque, sencillamente, no eran lo suficientemente importantes como para recordar. Era como intentar recordar cada vez que se cortaba las uñas, algo que cuidaba bastante, preguntándose cuándo estaría la parte blanca a la largura adecuada para hacerlo. Pero, entonces- días, meses o incluso una década después- algo ocurrió y esos, en otro momento olvidados, recuerdos ganaron importancia. Y, cuando eso sucedió, esos momentos se volvieron nítidos y claros en su mente. El sol se volvió más brillante, las voces más ricas y los sabores más exquisitos- o repugnantes, dependiendo del recuerdo. Sabía que no eran sus uñas en lo que estaba interesado, sino en el recuerdo de la mañana en la que las cosas cambiaron.

Él cerró los ojos. Tendría que haber oscuridad bajo sus párpados, pero, en su lugar, vio el pasillo de la plantas baja y, si giraba la cabeza... podía verla a ella. A Hamilton, quien estaba gritándolo por alguna razón, que tal vez tuviera que ver con la broma que le había gastado.

La Silla Desaparecida Número Seis no estaba en absoluto desaparecida. Sería mejor hablar de la Silla Desaparecida Número Dos, la que había aparecido en medio del pasillo, hecha pedazos. La listilla de Hamilton, había cogido la caja de herramientas y la había destrozado. Por desgracia, la destrucción era, normalmente, más fácil que la creación y, después de haber perdido el manual de instrucciones para reconstruir las sillas hacía años- ¿quién iba a necesitar algo así?- Alaric fue incapaz de devolver a la Silla Desaparecida Número Dos a su estado original. Hizo lo que pudo, de todos modos. Así que, recuperó los trozos- olvidando convenientemente los tornillos que los unían- y la dejó en el sitio de la silla de Hamilton, también llamada Silla Desaparecida Número Cuatro, la que había conseguido poner encima del refrigerador. Después, Alaric decidió hacerle tortitas para desayunar, como una ofrenda de paz por el Mal de la Noche, sí, aquella donde ella simplemente anunció su llegada la noche anterior advirtiéndole que si la policía llegase, fingiera demencia...Mal de la Noche... sí, eso sonaba mucho más poético. Le gustó ese nombre.

El olor de la comida sacó a Hamilton del cuarto de baño como un oso pardo atraído por la miel de un árbol, un tiburón por la sangre esparcida, un buitre por unos huesos... o como cualquier otro animal violento y desagradable con el que pudiera compararla. Los ojos aceitunados de la joven se abrieron y brillaron como la luz del sol matutino, mientras chillaba de emoción y caía, sin sospecharlo, en su trampa. Él había mantenido la compostura mientras la joven cogía el sirope de la nevera y lo había llevado a la mesa, exagerando lo maravilloso que era Alaric- lo que había mejorado su ego- antes de sentarse en la silla rota, desplomándose en el suelo y mostrando una mueca de sorpresa.

Y Alaric, como el cabrón que era, la miró sin inmutarse, informándola educadamente de que la Silla Desaparecida Número Dos seguía rota.

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Por eso la chica estaba gritándole por el pasillo, mientras se dirigían a coger el correo. La idiota de ella creía que había recibido algo. ¿Es que acaso había olvidado que seguía pagando otro apartamento? Entonces, Alaric se dio cuenta de la mirada de animadversión que le lanzó a Spencer cuando, de pronto, el rostro de Jewelry se iluminó incluso más que cuando había visto las tortitas.

Detalle Sospechoso Número Uno: Algo había hecho a Hamilton tan feliz como sus tortitas con canela esparcida... o, mejor dicho, alguien.

Teniendo en cuenta que eso no había ocurrido nunca, Alaric meneó la cabeza justo para ver a Jewelry alejándose por el pasillo, para hablar con el Doctor Marcus, que acababa de salir del ascensor. Y, por alguna razón, estuvo unos instantes tratando de recordar cuál era la llave del buzón, mientras trataba de enterarse de su conversación. Hmm. La cabeza de la chica estaba inclina a tal ángulo que reflejaba curiosidad y amabilidad; su peso descansaba en un costado de su cuerpo, haciendo que su cadera resaltara y sus brazos estaban cruzados inocentemente a su espalda, liberando la vista de su pecho de toda obstrucción.

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