Fragmento: Día Cinco.

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Era sábado por la tarde. Fuera, el sol de invierno brillaba más que nunca, tratando de dar calor a las mejillas de los transeúntes que caminaban por las calles. Alaric se fijó en la ventana y en toda la gente que paseaba. Se mezclaban entre sí y él sabía que, en poco tiempo, se uniría a ellos, moviéndose entre la multitud, antes de volver a pasar por encima de todos. Hacía rato había recibido una llamada telefónica; de alguna manera, las compañías discográficas se habían enterado del concierto que iba a dar aquella tarde y se habían auto invitado a ir. Pero a Alaric no le importó. Había pensando volver a contactar con ellos tarde o temprano, para decirles que volvía a tocar profesionalmente; así podrían mandarlo cuanto antes a cualquier parte, lo más lejos posible de ese odioso apartamento vacío.

Nunca antes se había dado cuenta de lo silencioso que era. Estaba demasiado alto como para oír los ruidos de las calles y sus vecinos no hacían apenas ruido... además, sin la televisión, radio o cualquier cosa que sonara, podía escuchar hasta sus propios pensamientos. Era mejor, pensó, cuando podía escuchar algo de movimiento: respiraciones, movimientos, risas ocasionales... vida. Cualquier cosa era mejor que esa rancia atmósfera, que ese inmaculado ambiente de clase alta, con sus paredes blancas, las alfombras perfectas y los muebles meticulosamente ordenados.

Peor no tenía derecho a quejarse. Bajó las persianas y se giró hacia las libretas llenas de partituras, que había en la mesa. Las páginas contenían trozos de su propia alma, canciones nacidas de lo más profundo de su inspiración, cosas que había tratado por todos los medios de recuperar tan desesperadamente que había perdido aquello que, siendo huérfano, había deseado con tanta desesperación:

Compañía. La que fuera, mientras existiera. Alguien con quien hablar, con quien pasar el tiempo, con quien discutir e incluso a quien molestar.

Esas paredes blancas, esas libretas, ese piano... no podían darle lo que pedía. Quizás por eso la música se había convertido en algo tan importante para él; siempre había visto al piano como a su mejor amigo, algo capaz de proporcionarle a su inmenso talento alguna alegría, cuando se sentía solo... pero no podía hablar con él. Podía repetir lo que él quisiera decir, pero no hablar por su cuenta. De niño, había intentado que dijera algo, lo que fuera, pero todo cuanto pudo oír fue a sí mismo- a un niño miserable contemplando su soledad, llorando por las ansias de ser reconocido. Sus partituras se habían convertido en la manera de expresar los sentimientos que sus palabras no podían.

Cogió uno de sus cuadernos y lo abrió en una página al azar y, cuando sus ojos vieron las notas, la música las reprodujo en su mente. ¿Qué pensaría alguien del público de lo que hacía? ¿Se darían cuenta de los remordimientos en cadencia, las disculpas en decrescendo, el dolor en fermata, la culpa en el motivo? ¿O se lo quitarían y se apropiarían de ello, transformándolo en lo que fuera que necesitasen oír?

Supuso que ya daba igual, porque la persona que había inspirado esas canciones se había ido, desaparecida como un espíritu. Joder; si no fuera porque estaban todos buscándola, hasta se habría preguntado si alguna vez existió- ¿no cabía la posibilidad de que hubiera sido un producto de su mente, una ilusión creada para que volviera a tocar el piano? La idea no era tan descabellada. Estaba claro que haría lo que fuera por la música, ya fuera manipular a las personas o volverse loco.

Entonces, ¿cómo podía desquitarse de aquella desilusión? Sus dedos se deslizaron por la página, acariciando las marcas dejadas por el lápiz. Al hacerlo se encontró con el borde de la página; ¿qué pasaría si...? Empezó a tirar de la hoja, hasta encontrarse con la espiral de plástico que unía las páginas. Sí... ¿Y si...? El músculo de su brazo se tensó de nuevo y siguió tirando, arrancando poco a poco la hoja del cuaderno. Salió con mucha facilidad, flotando en su mano derecha, mientras la izquierda seguía apoyada en el cuaderno. La miró por un momento, antes de dejarla caer al suelo; una parte de él gritaba que la cogiera y la colocara junto a las demás, mientras observaba cómo el papel sobrevolaba la alfombra. Sin embargo, ignoró esa parte de él- el monstruo que salvajemente lo dominaba- y cogió otra hoja, sin dudar antes de arrancarlo del cuaderno de un solo movimiento, tirándoselo con descuido por encima del hombro.

Tal vez, si siguiera haciendo eso, pudiera redimir sus pecados. No importaba que ella fuera real o un producto de su imaginación; el universo lo comprendería y, por suerte, lo exculparía. Página tras página, Alaric llenó el vacío apartamento con el salvaje ruido del papel al romperse, deseando que, al terminar, se encontrara a Jewelry tirada en el sofá, viendo alguno de sus ridículos programas de cotilleos, mientras se enfadaba, quejaba o decía insultos terribles. No le importaba ser irracional... No le importaba estar volviéndose loco, mientras no estuviera solo...

El ruido de unas pisadas corriendo rompió su concentración y levantó la vista hacia la puerta justo para verla abrirse, dando paso a un Leopold agotado, que entró en al apartamento sin apenas aire en su boca. Alaric se giró completamente, con una página aún en su mano.

—¿Qué dije ayer? —preguntó, con el mismo tono que usan los padres para reñir a sus hijos por haberse comido una galleta, antes de cenar.

Leopold echó un vistazo al suelo lleno de hojas y levantó una mano, pidiéndole un descanso, mientras recuperaba la respiración. Pasados unos segundos se calmó y se limpió el sudor del cuello, aunque no quiso quitarse la bufanda.

—Sólo... escúchame... Después puedes... llamar a la policía...

Alaric se sentó en el borde de la mesa, suspirando. Qué paciencia tenía que tener con ese chico.

—¿Qué pasa? —preguntó, observando cómo su amigo se ponía cada vez más serio.

—La hemos encontrado.


Fin...

Del día cinco...

:'v

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