He conseguido un trabajo en una tienda de ropa del centro comercial de las afueras de la ciudad. Me he planteado independizarme y qué mejor comienzo que éste. El primer día, Susana, una compañera de trabajo española, me explicó cómo funcionaba el negocio y no me fue muy mal, si no contamos con que le cobre veinte euros de más a una mujer por una falda, claro. El ambiente en el trabajo es bueno: el resto de empleados es agradable y mi jefa no es un ogro, ¿qué más puedo pedir? La mayoría de los clientes son de mediana y tercera edad. No es ropa juvenil pero tampoco me disgusta. El trabajo es para la campaña de Navidad pero con suerte se puede alargar hasta al menos seis meses. Voy y vengo en autobús. El transporte público siempre me ha gustado. Disfruto mirando a la gente e imaginando en mi cabeza la historia de sus vidas.
Esta semana ha comenzado el frío de verdad. Aquí estamos acostumbrados a las bajas temperaturas pero a medida que llega diciembre los grados caen de manera vertiginosa.
Cuando llego a la tienda, saludo a los compañeros que me voy cruzando y entro a un pequeño vestuario para cambiarme de ropa. El día es como otro cualquiera. Llevo algo más de una semana trabajando aquí y ya he cogido el tranquillo a esto. Como la Navidad se acerca tenemos una clientela abundante durante toda la jornada. Gente previsora. Me alegra saber que no todo el mundo es como yo y no dejan sus compras navideñas para el último momento.
— Hela, ¿puedes atender a esas dos personas de la zona de calzado?— me pregunta Susana cuando salgo del vestuario.
— Claro.
Camino hacia ellos. Ella es una mujer de unos cincuenta años bien conservada: cabello corto y rubio, ojos claros y con un cuerpo esbelto. Huele a vampiro desde la otra punta del local. El chico está de espaldas y sólo cuando llego junto a ellos se da la vuelta y le veo.
— Buenas tardes, ¿les puedo ayudar en algo?— mi sonrisa de buena vendedora educada se congela al ver al chico.
— Es ella, mamá— sonríe orgulloso y ella me mira con una inmensa felicidad reflejada en su perfecto rostro.
¿Mamá? Es imposible. Él es un lobo, su madre no puede ser una vampiresa.
Arrugo mi frente hacia el chico raro que hablaba como si me conociese en el supermercado y que al parecer lo sigue haciendo.
— ¿Hela?— la voz de la mujer llama mi atención al escuchar mi nombre y no me da tiempo a reaccionar cuando me envuelve entre sus brazos.— No sabes las ganas que tenía de conocerte.
Nunca antes un vampiro me había tocado, es más, no recuerdo haber visto a uno en persona.
— Tienes que venir a la cena de la semana que viene. Estoy segura de que a mi marido le encantará tanto como a mí conocerte— la sonrisa no se va de su cara y sé que es una sincera; vivo demasiado acostumbrada a ver sonrisas falsas que las diferencio perfectamente unas de otras.
— Perdone, señora...
— Anne, Anne Lundvic— su nombre me resulta familiar pero no sé por qué.
— Señora Lundvic, no quiero ser grosera pero... No sé quién es usted— su gesto se descompone por completo.
— Lo siento,— habla el chico guapo, barra, siniestro,— mi madre a veces es demasiado... efusiva.
— ¿Me estás persiguiendo?
— Guapa, créeme, si tú fueras mi presa, no te dejaría sola ni para ir al baño— mueve sus cejas ambas veces y su madre le da un golpe reprobatorio en la cabeza.
Ya me cae bien esta mujer.
— Perdona a mi hijo, cariño. Yo no le eduqué para decir esas cosas.
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MI MATE ME MATA
WerewolfHela ya ha rechazado a su mate antes de conocerse. Ése siempre fue el plan. Ahora ha conocido a Leiv, no es su mate, pero se enamoran. ¿Podrá rechazar a su mate por la persona que más ha querido nunca?