Prólogo

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Lord Edward George Stanley, decimoséptimo Conde de Derby era un hombre muy serio, austero y sereno. Sus labios delgados pocas veces dibujaban una sonrisa sin razón. Sus cejas castañas se alzaban con frecuencia de modo desaprobatorio y su mirada de oscuros ojos negros se endulzaba con dificultad. No era un hombre amargado, ni frío, pero rechazaba juiciosamente la impulsividad y los vicios. Jamás sus pasiones podrían distraerle de sus funciones para con su condado y mucho menos para con la Corona.

Había sido soldado en su juventud, sirviendo con entereza en el Regimiento Real, y luchado con estrategia y decisión en todo momento. Podría haber seguido forjando una brillante carrera militar si no fuera porque su padre, que se hallaba comisionado por la Reina como Gobernador General de Canadá, le instó a iniciar una carrera política. El deber le llamaba a cambiar de vida. Y así lo hizo: Se instaló sin rechistar en Londres y siguió los consejos de su padre. Inmediatamente fue electo, y al periodo siguiente se le reeligió en su cargo, y continuó cumpliendo con su deber en la cámara de los Comunes hasta que llegó el momento de suceder a su padre en la cámara de los Lores. Nuevamente sus responsabilidades marcaban el paso de su vida.

Asumió, tal y como se esperaba que lo hiciera, y se dedicó a su partido en cuerpo y alma. Había estado destinado desde su nacimiento. Al heredar el cupo en la cámara de los Lores, no sólo asumía una responsabilidad política y un nuevo trabajo: también asumía el título de Conde. Con la muerte de su padre, el título era suyo: Se convertía en el 17mo Conde de Derby. Uno de los Condados más grandes e importantes de Gran Bretaña estaba bajo su responsabilidad. La asumió con calma y consideración. Tomó las riendas con tanta seguridad como lo había hecho con su primer caballo.

Pero, pasado el tiempo, había olvidado algo.

Fue su mejor amigo, el Conde de Dudley, quién le recordó un nuevo deber que cumplir: debía tener un heredero. Pronto, o el Condado pasaría a manos de su espantoso primo Charles Hardinge, Barón de Penshurt.

Edward se estremeció tan sólo con pensarlo. Charles no podía heredarlo. Ni pensarlo. Charles era un idiota: jamás actuaba con rectitud, dilapidaba innecesariamente dinero en juegos, apuestas y casas de mala reputación. Se divertía por las noches, bebía por las tardes y dormía por el día. Jamás había intentado seguir alguna carrera: se había negado a ingresar al ejército, odiaba la idea de seguir una carrera política y su familia veía las arcas más y más empobrecidas.

Edward rogaba porque aún quedara suficiente dinero en sus manos como para pagar las dotes de las pequeñas Charlotte y Clarisse, que aún ni siquiera se presentaban en sociedad. Charles sólo se divertía y gozaba de sus vicios, sin responsabilizarse de nada. Parecía no conocer la palabra "deber". Jamás sería como Edward: Responsable, pausado y sereno. Autoritario, tal vez, pero un hombre confiable.

Su primo no cuidaría del Condado, sus residentes quedarían abandonados a su suerte y ni hablar del puesto en la cámara de los Lores. Charles no lo usaría, y si llegase a hacerlo sólo sería para apoyar las horrorosas ideas liberales que intentaban adueñarse del gobierno poco a poco.

¡No quedaba más que hacer!

Edward nunca había sido un hombre que pensara en el amor, pero si en la responsabilidad. Era su responsabilidad casarse y presentar un heredero digno del Condado de Derby, por lo que, como todo lo que hacía en su vida, esta nueva misión también la llevaría a cabo con estrategia y prolijidad. Cumpliría su deber.

Debía conseguir una mujer joven y fértil, que además tuviese una buena y cuidada reputación. Y por supuesto un origen noble. "Al menos no aspiro a que sea hermosa y mucho menos a que me ame", pensó resignado.

Bebió el coñac que quedaba en su copa. Se armó de valor antes de encaminarse hacia su próxima pareja de baile, como si entrara al campo de batalla. Esa temporada conseguiría una esposa. Estaba decidido.

La Perfecta (Versión borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora