tres

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Lo había conocido de toda la vida. Sebastian había regresado a casa durante unas de sus vacaciones de verano de Eton, su escuela, en compañía de un amigo.

Los padres del chico se hallaban fuera del país, ya que su padre se encontraba en comisión de la Reina como Gobernador General del Canadá, por lo que había aceptado sin contrariarse que su primogénito y heredero al título de Conde de Derby, de 13 años, pasara las vacaciones en la casa de Campo del Vizconde de Portmand, en Dorset, al sur de Inglaterra.

Se llamaba Edward y, según le pareció a la pequeña Honoria de apenas 7 años, era un estirado y aburrido. Sebastian insistía en que eso no era cierto y que Edward sólo era muy tímido. Pero, para una niña tan pequeña, que el amigo de su hermano no quisiera escalar árboles con ella era espantosamente aburrido.

En los años siguientes, ya que Edward regresaba junto a Sebastian cada verano, Honoria pudo descubrir en ciertos momentos que su hermano había tenido algo de razón. El muchacho no siempre se comportaba de manera impecable ni era del todo aburrido.

Durante su estadía en la casa de campo de los Portmand, los chicos organizaban pequeñas escapadas a la playa a nadar y jugar entre las cuevas, donde reían durante horas, y competían por lanzarse a los estanques desde peñascos. Honoria quedaba rezagada en sus juegos, especialmente cuando cabalgaban a toda carrera por los campos de la hacienda, compitiendo entre ambos. Para ella el juego consistía principalmente en correr tras ellos, intentando participar de alguna forma. Muchas veces era Edward el que detenía la carrera para subir a la niña con él y alcanzar a Sebastian. Entonces ella pensaba que Edward era el chico más increíble que conocía.

Pero el resto del tiempo seguía creyendo que era un completo estirado. Apenas llegaban a casa Edward se convertía en un ser serio y aburrido, que en todo momento se comportaba como correspondía. Cuidaba sus modales y su forma de hablar, no bromeaba ni reía. Honoria nunca entendió por qué hacía eso y le exasperaba que por más chistes y morisquetas que hiciera desde el otro lado de la mesa, no conseguía que reaccionara ni una pisca.

Aun así, ella ansiaba durante el resto del año a que llegara el verano y al fin los chicos inundaran nuevamente la finca con sus planes y juegos.

Pero, al terminar la escuela, Sebastian y Edward pasaron un último verano en la casa de Dorset. A pesar de que ella los recibió con tanto entusiasmo como acostumbraba, tristemente para Honoria, ya nada era cómo antes: No comprendía por qué su hermano y su amigo actuaban tan raro. Ya no jugaban en la playa, si no que pasaban las tardes jugando al billar o durmiendo, para salir luego de la cena a bailes y fiestas. Gastaban mucho tiempo en arreglarse y cuando charlaban por un rato lo hacían de cosas serias e importantes, cómo política o economía. Y aún más: ¡Honoria debía dejar el comedor al terminar de comer para que ellos bebieran y fumaran hablando de sus cosas "importantes"! Le parecía horrorosamente injusto.

Lo peor había llegado una mañana, semanas antes del fin del verano: Sebastian se marchaba a Londres para ubicar algún piso de soltero en el que establecerse. Honoria casi lloró cuando se lo dijo. ¡Siempre pensó que ahora que habían terminado la escuela su hermano volvería a vivir con ella! Se sentía estúpida e ingenua por no haberlo pensado antes. Era tan evidente. Se despidió de su hermano conteniendo las lágrimas.

Tan sólo dos días después se había levantado, aun apenada y se había topado con Edward al pie de la escalera, con una maleta a su lado, y el sombrero y la capa puestos.

Honoria sintió que se le paraba el corazón. ¡Él también la abandonaba! ¿Qué haría sola todo el tiempo en esa enorme casa? ¿Cómo soportaría a la señorita Judith, su institutriz, sin las bromas vengativas que le hacían los chicos?

Se acercó a él y, sin poder evitarlo, se colgó de su cuello, llorando y hundió su rostro en su pecho. Edward la abrazó, tímidamente y le susurró suaves palabras queriendo calmarla. Le acarició con ternura la cabeza.

—Pero ¿A dónde vas?— le preguntó, alejándose de su amigo, aun llorosa.

—He sido convocado por el ejército de su majestad, Honoria. — contestó él, con una sonrisa orgullosa— Volveré en cuanto pueda. Lo prometo. Vendré directamente.

Honoria negó con la cabeza y tartamudeó algo inentendible. Edward bajó la cabeza. No sabía qué decirle. El nunca actuaría de una forma tan...emocional, pero entendía que la chica aún era muy joven. Le había sorprendido y conmovido su reacción. Nunca pensó que lloraría su partida.

Quiso calmar su tristeza e hizo lo único que se le ocurrió: Junto a él, sobre una mesa de mármol había un bello ramo de rosas. Cogió una pequeña de un rosa pálido y se la tendió a la chica, con una sonrisa sincera.

Ella, aún con el rostro congestionado, la tomó y le semi sonrió de regreso.

—¡Mantente a salvo!— le ordenó, antes de alejarse escaleras arriba.

Habían pasado diez años desde aquel día. No había vuelto a verlo.

Sabía, por las cartas de Sebastian, que Edward había tenido una breve pero brillante carrera militar y que al cabo de unos años se había retirado para dedicarse a la política, siguiendo los pasos de su padre. Nunca había ido a verla. Jamás había cumplido su promesa.

Y ahora estaba allí, caminando junto ella, tomados del brazo junto a Lord Dudley. Honoria decidió no humillarse por ningún motivo y actuar como si aquel día de despedida no hubiese existido jamás.

La Perfecta (Versión borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora