La tarde era exquisita. El jardín, magnífico. Los dulces, deliciosos. La música, sutil. ¡Pero la compañía...!
La magnificencia del palacio de ciudad de Lady Venettia ya no le llamaba la atención de ninguna manera. Edward estaba ahí. Y ella, lo había saludado como si tal cosa, lo que la hizo sentir profundamente ridícula.
Bueno, tampoco es que pudiera haber hecho algo diferente, después de todo. En realidad, todo estaba absolutamente bien. Ella se había limitado a actuar como cualquier otra joven hubiese hecho. Todo iba perfectamente, pero incomprensiblemente se sentía nerviosa y molesta. ¿Por qué estaría tan nerviosa? Tal vez sólo por estar frente a un viejo amigo, al que había querido muchísimo y que había esperado con ansias hasta que, con el paso de los años, había descubierto que nunca fue importante para él cumplir con su promesa.
Ella, en cambio, lo había idealizado durante diez años. O más exactamente durante algunos de esos diez años, ya luego sólo había guardado un profundo resentimiento. Por eso resultaba natural saludarlo como si nada ocurriera.
Suspiró.
Se sentía frustrada y molesta, pero debía seguir comportándose como la dama perfecta que era. Así la habían educado.
Amplió su sonrisa ante un comentario nada divertido de Lord Dudley, algo relacionado con la caza de faisanes. Ella odiaba la caza. Pero sonrió, con tanta delicadeza como sólo una dama sabía hacerlo.
Edward apenas le había dirigido la palabra durante el paseo. Todo el tiempo había sido Dudley quien dirigía la conversación e interactuaba con ambos, uno a la vez. Y en cuanto se sentaron en una sombra junto al estanque, Edward musitó una excusa entre dientes y se alejó, dejando a Honoria sola con Dudley.
Era tan injusto. Ella hubiera estado encantada de hallarse ante aquella oportunidad hace sólo unas horas, pero ahora, con la aparición de Edward, Honoria no estaba segura de nada. Su ritmo cardiaco estaba acelerado y sus pensamientos agitados. No lograba identificar otra fuente de su afección que no fuese la presencia del viejo amigo de su hermano, el mismo que traicionó su ilusión de niña haciéndola esperar por su visita tanto tiempo.
Ahora mismo pensaba en lo ridícula que se vería confesando aquella esperanza oculta. Sólo con tener a Derby frente a ella le bastaba para comprender que había sido una tonta. Si alguna vez Edward le había hecho aquella promesa, solo había sido por su culpa: una niñata llorosa que había armado un escándalo ante el joven, que no había hecho más que tratarla amablemente y soltado una mentira para sacársela de encima. Y ella, ingenuamente, se había ilusionado.
Pronto el Coronel Hastings y su esposa, Lady Catherine Hastings, -una pareja bastante mayor, amigos de Lady Venettia- se unieron a ellos junto al estanque. Ninguna dama podría pasar tiempo a solas con un caballero, incluso en público, por lo que cualquier ciudadano de buen ver se mostraría dispuesto a hacer el rol de chaperón, de ser necesario.
Y allí estaban, haciendo como si charlaran encantados los cuatro, o al menos Honoria lo fingía, cuando Lady Venettia los interceptó de nuevo.
—Querida, quiero presentarte a otro de nuestros invitados— indicó sonriente la mujer, indicando con una sonrisa al joven que la acompañaba del brazo.—Lord Charles Hardinge, Barón de Penshurt.
—Encantado, mi Lady— saludó el joven, tomando galantemente la mano de Honoria y besándole suavemente los dedos.
Honoria le dedicó una sonrisa y una pequeña reverencia.
Mientras Lady Venettia se explayaba sobre las virtudes del Barón y éste interpretaba el papel del avergonzado, Honoria lo analizó.
Se trataba de un hombre alto, atlético y muy apuesto. Aún era joven, lo que para el gusto de Honoria marcaba como un punto a favor, y tenía unos coquetos ojos negros que le daban un aire peligroso en conjunto con su traviesa sonrisa. Sin inspeccionarlo más, pudo decidir que le agradaba aquél joven. Cada vez que Lady Venettia exageraba alguna de sus cualidades, él negaba tajantemente y sonreía con vergüenza, pero luego dedicaba a Honoria una mirada divertida, y un guiño coqueto que, ella descubrió sorprendida, le provocaban un leve estremecimiento y sentía como se erizaba el vello de sus desnudos antebrazos.
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La Perfecta (Versión borrador)
Historical FictionLord Edward George Stanley, decimoséptimo Conde de Derby era un hombre serio, austero y sereno. Jamás sus pasiones podrían distraerle de sus funciones para con su condado, y mucho menos, para con la Corona. Fue su mejor amigo, el Conde de Dudley...