La noche estaba tibia. El aire dentro del enorme salón de baile estilo Romano de la casa de ciudad del Conde de York, en el que se hallaban estaba denso y viciado. Los inciensos aromatizaban con recargada insistencia, y el abrumador calor de la masa de gente le hacía sentir embriagado. Si no fuese porque Sebastian le sonreía con entusiasmo se habría marchado apenas puso un pie en el baile.
Habían cenado los dos en el club, junto a Dudley que ahora entregaba su tarjeta a un estirado lacayo para que los anunciasen.
—Ya deberían estar aquí.—dijo Sebastian con una idiota sonrisa plantada en la cara y sin dejar de mirar al tumulto de gente que se apelotonaba en el majestuoso salón.
Edward semi sonrió, a pesar del encierro. Su amigo se mostraba sumamente entusiasmado ante aquel baile, como nunca lo había visto.
—Por supuesto que ya están aquí.— rio Dudley, palmeando el brazo del rubio—Las damas se aparecen mucho más temprano a los bailes que nosotros, amigo.
—Deberías mostrarte algo menos impaciente.— señaló Derby, alzando las cejas—Todos creerán que mueres por la dama.
Sebastian sonrió con picardía.
—Esa es la idea, amigo mío.— Que ella y todos los presentes sepan que me muero de ganas de acompañarla hoy...
Los otros dos se miraron divertidos. Edward se sentía satisfecho de la felicidad de su amigo, pero no por ello tranquilo. Sabía que ésta no estaría consolidada hasta que se celebrara el matrimonio, y temía alguna interrupción por parte de los Harkonnen. Justamente esa misma mañana Caroline Harkonnen había acudido a sus aposentos a advertirle de una posible situación. Al parecer el suegro de Lady John Harkonnen parecía determinado a concertar una unión entre Sebastian y su hija, aún más ahora que comenzaba a notarse el rechazo social hacia la joven.
— Mantengamos los ojos abiertos.— indicó a sus acompañantes justo antes de que un engalanado lacayo anunciase sus nombres a los invitados.
Como era de esperar, la mención de Sebastian generó cierto revuelo entre los presentes. Las damas agrupadas en las sillas de los rincones miraron en dirección a la escalinata por la que los jóvenes descendían con expectación y curiosidad, al tiempo que los murmullos y cuchicheos aumentaban.
Para cuando llegaron al pie de la escalera un grupo de invitados se había acercado a saludarles, junto a la hija mayor del Duque de Saint Albains que actuaba de anfitriona del evento, para darles la bienvenida y felicitar a Sebastian por su pronto enlace.
La hija del Duque-muy bella y agraciada a diferencia de su hermana menor -con la que Derby y Dudley se habían encontrado en más de alguna reunión- les ayudó a desahogarse un poco del gentío y les indicó el sector en el que "cierto grupo de mujeres que podrían resultar de interés para el señor Sebastian" podrían hallarse.
Juntos, entre saludos y empujones, lograron avanzar hasta el rincón del salón en el que las jovencitas casaderas esperaban a ser solicitadas para algún baile. Aunque los tres amigos no se percataron, no fueron pocas las que los vieron con cierta ilusión y esperanza dirigirse hacia ellas, y con desesperanza al verles pasar de largo. En una de las mesas, Lady Venettia charlaba animosamente con una mujer muy mayor, que probablemente sería alguna otra matrona, mientras la señorita Janice, a su lado, observaba a los bailarines con cierto dejo de anhelo.
—¡Qué dicha haberlas encontrado tan pronto!—celebró Sebastian al llegar hasta ellas, realizando una elegante reverencia ante Janice, que parecía encantada. La mirada cargada de ternura que intercambiaron mientras él le besaba la mano, hizo que Derby olvidase por un momento la incomodidad del lugar.
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La Perfecta (Versión borrador)
Historical FictionLord Edward George Stanley, decimoséptimo Conde de Derby era un hombre serio, austero y sereno. Jamás sus pasiones podrían distraerle de sus funciones para con su condado, y mucho menos, para con la Corona. Fue su mejor amigo, el Conde de Dudley...