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Desconfíen de la publicidad. Háganme caso.
   Estaba sentado en mi asiento, el quinto de la fila de la derecha del salón de clase, con todos mis sentidos atentos a lo que, amable y eficazmente, nos explicaba la señora Umbral, la profesora de matemáticas. Prestaba la máxima atención que uno puede prestar el segundo día de clases, después de haber pasado todo el verano en Buenos Aires, en un minúsculo departamento en compañía de mis dos hermanos menores, Valentín de 7 años y Josefina de 5, que son un encanto -déjenme aclararlo-, en lugar de haberlo pasado a orillas del mar bronceando mi incipiente vello bajo los rayos de Febo, observando las curvas de bellas jóvenes sonrientes que me mirarían insinuantes, mientras yo les sonreiría con mi media sonrisa, que me marca un hoyuelo en la mejilla derecha; con una lata de coca en una mano, los walkman puestos y unas gafas oscuras ocultando mis grandes ojos rasgados. Ese es el verano que debiera gozar cualquier adolescente de trece, de sexualidad galopante, luego de haber pasado varios meses de un agobiante curso para ingresar al Colegio (así, con mayúscula, como dice mi madre) en el cual me hallaba sentado, en el quinto banco de la fila derecha del salón de clase, cuando entró ella. Ella, espiritual y sanguínea, corporal y etérea, todos los adjetivos calificativos le quedaban bien.
  -Permiso -dijo con una voz angelical, si es que los ángeles hablan. Recorrió el salón con su mirada buscando un lugar donde sentarse. Yo maldije a Castaño, Sergio, que apareció de la nada el primer día de clase para ubicar su gruesa anatomía al lado de la mía. Ensayé mi mejor sonrisa (la media, que me marca un hoyuelo en la mejilla derecha) y la miré. Nuestras miradas se cruzaron, y yo bajé los ojos señalando el asiento de adelante, el cuarto de la fila de la derecha del salón de clase. Ella fue a sentarse al segundo de la fila de la izquierda en las antípodas del salón, rompiendo mi corazón en mil pedazos.
   En ese instante, cuando ella se sentaba y su rubia cabellera describía un arco en el aire, cerré los ojos e imaginé que estábamos juntos en una publicidad de tarjeta de crédito. Yo bajaba las escaleras de mármol blanco de mi mansión, vestido informalmente y con un vaso de jugo de alguna fruta exótica en una mano y mientras ella juntaba flores en nuestro jardín, la sorprendía dándole un beso en la nuca. Ella giraba rápidamente y su blonda cabellera describía un arco en el aire mientras el sol se reflejaba en ella. Nos reíamos, mientras yo la tomaba por la cintura, buscando su boca para besarla...
   -Alfonso -gritó la profesora Umbral interrumpiendo.
  Volví a cerrar los ojos imaginando que protagonizábamos una publicidad de champú y nos deslizábamos por una pradera en bicicleta, yo manejando y ella con una capelina y un vestido de seda vaporoso, sentada sobre el caño. Al costado del camino flores de todos los colores, mientras cientos de pajaritos cantaban alrededor y el sol se ponía en el horizonte.
     -Alfonso -volvió a gritar la profesora Umbral.
   Haciendo un esfuerzo por concentrarme, cosa bastante difícil con tanto grito, salté de la publicidad al cine. Pensé que si esto fuera una película americana ella hubiese pasado al frente y con su voz angelical nos habría relatado la historia de su vida y nadie hubiera querido salir al recreo, escuchando tantas cosas interesantes que tendría para contarnos.
    -Alfonso -gritó la profesora Umbral por tercera vez y recordé rápidamente que Alfonso soy yo.
   -Sí, profesora Umbral -dije, mientras me ponía de pie y ensayaba mi media sonrisa que me marca un hoyuelo en la mejilla derecha.
    -¿Me puede repetir lo que acabo de explicar?
    Miré el pizarrón buscando ayuda pero estaba lleno de letras y símbolos extraños, sin orden ni sentido aparente.
    -Siéntese, tiene un uno -dijo la profesora Umbral ante mi elocuente silencio.
    Me senté, abochornado, con la vista baja evitando que se cruzara con la ocupante del segundo asiento de la fila izquierda del salón de clase, maldiciendo por lo bajo lo que la publicidad puede hacer en un joven de trece de sexualidad galopante. Desconfíen de la publicidad. Sé lo que les digo.
     Volví a ser interrumpido en mis ensoñaciones, pero esa vez por Castaño, Sergio, que en un rapto filosófico me dijo: Los profesores y las palomas se parecen, te cagan cuando uno menos lo espera.

NUNCA SERÉ UN SUPERHÉROE (Antonio Santa Ana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora