2

16.1K 102 10
                                    

Pasé el resto de la mañana pensando en lo que dijo Castaño, Sergio (de aquí en adelante Sergio o Castaño o Sergio Castaño); y su repentino arranque aforístico. No llegué a ninguna conclusión valiosa.
    El balance de mi segundo día de clase era extraño: tenía mi primera calificación, de la cual no podía jactarme; descubrí una veta insospechada en mi grueso compañero de asiento y me enamoré como un imbécil.
    No sé si ustedes lo han notado, pero el amor hace que la gente se ponga tonta. Si uno es una persona lúcida, inteligente y sensible, al enamorarse se comportará como un tonto de remate. Y si, en cambio, uno es escaso de neuronas, bueno, en ese caso no hay remedio. Es así. Conozco muchos ejemplos. Mi padre, que es un promedio entre los dos casos, después de un par de cervezas, algunas noches, comienza a mirar a mi madre con ojos libidinosos y ambos se ríen nerviosamente. En esos momentos yo acuesto rápidamente a mis hermanos y cierro la puerta de nuestro cuarto sintiendo vergüenza por esa faceta tan primaria y cercana a la subnormalidad de mis padres.
    O si no, presten atención a su alrededor. Basta mirar la calle. Adolescentes abrazados en cualquier portal, cual si estuvieran cosidos uno a otro, intercambiando fluidos bucales con ojos de carnero degollado. O los otros: aquellos que van con un ramo de flores y una sonrisa cercana a la psicosis.
    También conozco casos de algunas mujeres que, estando locamente enamoradas, se someten a los tests de las revistas femeninas, esos tipo: "Averigua si son el uno para el otro" o "Él y tú, ¿juntos para siempre?", y si le salen mal lloran a moco tendido mientras le cuentan a sus amigas: "¡Oh, Margarita! Estoy locamente enamorada de Carlos Horacio, pero el test de Semanario femenino dice que no somos el uno para el otro, ¿qué haré?"
    Definitivamente el amor es una enfermedad. Y para peor yo tenía los primeros síntomas. Si alguno piensa que sangro por la herida, no se crea tan listo. Es cierto.
    A la salida del Colegio la vi a ella, la culpable de mis males, con sus ojitos color miel y su nariz respingada, acercarse a un motociclista, dedicándole una sonrisa mostrando sus dientes como perlas. Permítanme describirles al motociclista: podría haber sido convocado como extra para reemplazar a Silvester Stallone en Rambo, barba de dos días prolijamente afeitada, botas texanas y campera de cuero a pesar de los treinta grados a la sombra. En fin. Mi corazón fue apretado por una prensa industrial. Se sabe que con Rambo nadie puede.
    Estuve a punto de ir a un bar a ahogar mis penas en una gaseosa. Pero tenía dos problemas: a) no tenía un peso y b) debía ir a mi casa a darles de comer a mis hermanos.
    Castaño se acercó a mí sigilosamente, luego de presenciar la escena en que mi alma abandonaba mi cuerpo, y me propinó una palmada que quiso ser cariñosa y que casi me desbarata el omoplato. Estuvo a punto de decirme algo pero no le di tiempo. Hui despavorido de la puerta del Colegio, donde el ochenta por ciento de mis compañeros trataban de conseguir carnet de adultos fumando sus primeros cigarrillos. A juzgar por las toses que se oían mientras cruzaba la calle, tendrían que practicar mucho más tiempo para conseguirlo.

NUNCA SERÉ UN SUPERHÉROE (Antonio Santa Ana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora