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Pasé a buscar a mis hermanos por la casa de la vecina que los cuidaba hasta que yo llegara.
Cociné, no soy un chef pero me defiendo bastante, después lavé los platos, Valentín y Josefina los secaron y guardaron. Les dije que eran un encanto. Los hice dormir la siesta, tenía que estudiar pero no podía concentrarme. Pensaba en ella. En ella. Puse mi cassete CPP  (canciones para perdedores) que para todos en casa, por si preguntan, es Cassete Para Pruebas, no sé pruebas de qué, no pregunten, ellos tampoco lo hacen, Calamaro cantó: ¿Sentiste alguna vez lo que es tener el corazón roto?, por poco lloro. ¿Se dieron cuenta de que las canciones que pasan en la radio dicen la verdad? Me refiero a esas que cantan los latinos, esos que no usan apellido. No quiero mencionarlos. Sé que todo lo que diga puede ser usado en mi contra.
     Durante toda la tarde traté de recomponerme a la cruel situación de estar enamorado de la ingrata, amiga de motociclistas dos veces más altos que yo y tres veces más anchos. Me interrumpieron Valentín y Josefina, difícil ser un joven de trece años, sexualidad galopante y corazón roto, si se tiene que hacer de niñero de dos hermanos menores.
      -¿Jugamos a los superhéroes? -sugirió Valentín.
     Siempre era así: si jugábamos a Superman, Valentín era Clark Kent; Josefina, Lois Lane; yo, Lex Luthor. Si jugábamos a Pokémon ellos eran Ash y Misty, y yo del equipo Rocket o el villano de turno.
     -Está bien -contesté-. Pero yo soy Batman.
     Josefina me miró de arriba abajo, desafiante, sonrió y me dijo:
    -Nunca serás un superhéroe.

     
  El tercer día de clases estaba sentado en mi asiento, el quinto de la fila de la derecha, cuando me enteré cómo se llamaba ella, la dueña de mis desvelos, Álvarez, Julia.
Venía detrás de mí en la lista: Alfonso, Álvarez. Tenía que ser un buen augurio. Y su nombre: Julia. Hermoso nombre Julia. Y recité para mí mismo: Julia eres tan bella como un día de lluvia. Ya les dije que el amor hace que uno se vuelva más idiota. Cursi. Tonto de remate.
     En el recreo logré despegarme de Castaño y de Je Je; Gustavo Grezzi, G. G., je je, ¿captan la sutileza? Bautizado así no sólo por sus iniciales sino por su sentido del humor decididamente atroz.
    Armándome de valor me acerqué a ella. Estaba sola en un rincón del patio, seguramente ensimismada en sus nobles pensamientos, tal vez en el hambre del mundo o en cómo acabar con alguna enfermedad incurable.
Ella, mi Marie Curie. Cuando estuve a su lado me miró traspasándome, lo cual confirmaba mi hipótesis de sus nobles pensamientos. Le dediqué mi media sonrisa, la que me marca un hoyuelo en la mejilla derecha.
     -Hola -dije.
     -...
     -¿Que tal?
     -...
    Enfocó en mí sus ojos color miel, con una expresión de "estás ahí pero no puedo verte". Su cara irradiaba aburrimiento y una sensación de estar más allá de todo. ¡Cuánto talento!
    -Te vi acá sola y como sos nueva...
    -Todos somos nuevos, es el tercer día de clase -respondió con su voz angelical. ¿Les dije ya que su voz es angelical?
   -Pero vos sos la más nueva de todos, je, je, je.
    Pero ya no estaba. Me dejó hablando solo. La vi irse con su andar elegante, parecía una modelo. Julia, tan bella como el mar bajo la lluvia. No importa, yo le había hablado. ¡Le había hablado! Y ella me contestó.
Ya era casi feliz.
      Tuvimos clase de Filosofía. El profesor Valenzuela es de esos que la juegan de amigos y hacen discursos tipo: "Si estudian un poquito todos los días mi materia se aprueba fácilmente", o cosas por el estilo. No pienso repetirlo letra por letra, todos sabemos a qué me refiero.
Se pasó toda la hora haciendo chistes. ¿Han oído alguna vez a un profesor de Filosofía contar chistes? Ni lo intenten, estuve a un tris de vomitar.
     Ese mismo día tuvimos nuestra primera clase de Educación Física. Verla a ella, a mi Julia, bella como un amanecer con lluvia, con sus piernas torneadas y bronceadas por el sol y una camiseta con la cual parecía haber nacido e ir creciendo, me proporcionaba una sensación inenarrable (bonita palabra esta, inenarrable, la aprendí de una de las enciclopedias que vende mi madre). Vi cómo el repugnante de Castaño la miraba, sus pensamientos se notaban a simple vista, eran mezquinos e inmundos, obscenos y lascivos. Castaño, el lujurioso.
    Yo también la miraba. Pero con pensamientos puros. Como miraba a Josefina cuando jugaba a las muñecas, o a Valentín cuando dibujaba acostado en el piso. Así la miraba, con ternura. Hasta que empezaron los ejercicios y sus pechos comenzaron a bambolearse.
Tuve que ir corriendo a ponerme el pantalón largo.

  Por la noche hubo una discusión en mi casa. Mi madre comenzó con su diatriba sobre la emancipación femenina. Se quejaba de: a) que los hombres no toleran que las mujeres sean inteligentes e independientes; y b) que mi padre no colaboraba en las tareas del hogar.
     Con respeto al punto b, es rigurosamente cierto.
Mi padre es estudiante crónico de odontología, desde hace diecisiete años, siempre le faltan tres materias; además trabaja. Pero supongo que bastante debe tener con una vocación que consiste en escarbarle la porquería de la boca a la gente, como para ayudar en la casa. Pero cuando llega y se sienta a ver cualquier partido de fútbol y tomar cerveza, hay que reconocer que es chocante. Y cuando digo cualquier partido quiero decir exactamente eso. Es capaz de estar una hora haciendo zapping hasta encontrar un partido de la segunda división de Luxemburgo y verlo. Y se fanatiza.
    Con respecto al punto a, el discurso de mi madre es un poco más contradictorio. Se queja porque los hombres consideramos a la mujer un objeto sexual y casi llora cuando se le parte la uña.
   -Ma -le dije un día-, sos una mujer inteligente e independiente, eso es realmente lo importante -me miró emocionada-. ¿Por qué te enojás, entonces, si te sale celulitis? -me pegó un cachetazo. Desconfíen de las mujeres. Sé lo que les digo. Y además, quiere hacerme partícipe de sus discusiones.
    -Julián -me dice-, cuando te cases vas a colaborar con tu mujer, ¿no es así?
   Yo callo. En realidad siempre he soñado con que después de tantos años de cuidar a mis hermanos, mi mujer se apiade de mí y me reconozca la antigüedad.
    Esa noche, después de la discusión sobre la mujer como objeto sexual y mis recuerdos de Julia, bella como el campo bajo la lluvia, con su camiseta ajustada y su bamboleo, me dormí sobresaltado. Por la mañana tuve que cambiar las sábanas

NUNCA SERÉ UN SUPERHÉROE (Antonio Santa Ana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora