En el recreo Castaño y yo seguíamos gozando de un cierto prestigio, gracias a nuestro desempeño en la lid deportiva. Por ejemplo: dejamos el grupo de los que son objeto del sadismo de los abusadores, para pasar al grupo de los que miran en silencio como se abusa de los demás. Ferrari daba vueltas alrededor mío. Los Verdes nos perdonaban nuestros deslices antiecológicos. Y los del otro curso nos miraban con odio, lo cual inflamaba nuestro pecho de orgullo. Casi podría decir que era feliz. Grezzi seguía como siempre. Seguramente todo era fantasía de Castaño. Si no, imposible que Je Je apareciera de la nada para castigarnos con sus chistes atroces, por ejemplo: "¿Cómo estornuda un tomate? ¡¡Ketchúp!!" O "Una oveja le dice a otra: -¿Sabés donde está el rebaño? -Sí, atrás del árbol. -Gracias, me estaba remeando". Así todo el día. ¡Por Dios! ¡Demasiado!
Tuvimos clase de biología. El profesor Schneider se resistía con vehemencia a la calvicie. Le dedicaba un inusitado esmero a los pocos pelos que le quedaban, peinándolos sobre su calva. Si pudiéramos definir como un combate el esfuerzo de Schneider con su peinado, podríamos afirmar que estaba siendo derrotado. Prefiero una calva lucida con dignidad a unas pocas mechas tratando de tapar lo evidente.
El profesor se movía con un vigor inusual, con una extraña alegría, como si tratara de convencernos y de convencerse, que realmente el máximo objetivo de su vida era estar allí, delante de veintipico de adolescentes dando clase. Hay gente así.
Empezó su clase explicando los peligros de la tala indiscriminada de árboles en el Amazonas y la importancia de la ecología. Bonta y García no cabían dentro de sí. Estaban eufóricos y felices. Miraban a todos con cara de: "Por fin alguien que nos entiende" o "Vieron que teníamos razón". Miraban a Schneider como si fuera Mick Jagger cantándoles Satisfacción sólo a ellos. Asentían, hacían acotaciones eruditas y cosas así. Schneider también estaba feliz, se notaba a simple vista. Bonta y García eran el premio a una vida dedicada a la docencia, dictando clase a muchachos a los que su materia les importaba poco y nada.
Si algún día yo llegara a ser profesor (¡Dios no lo permita!), me gustaría que mis alumnos me miraran como los Verdes lo miraban a él.
Déjenme que les cuente cómo estaban vestidos los Verdes: García lucía una camiseta, estreno absoluto, con la leyenda No a la caza de los Tigres de Bengala, sin dudar de los nobles pensamientos que lo impulsaban, nos parecía definitivamente idiota por dos razones: a) no hay tigres de Bengala en Buenos Aires; y b) ninguno tenía planificado un safari. Y Bonta otra que rezaba: Reciclaje ya. Lo cual no dejaba mucho espacio para la duda.
Cuando terminó el romance y Schneider recordó que existía el resto de la clase, nos dio la tarea más insólita de mi vida. Elegir dos plantas, ponerles nombres y hablarles. Más a una que a otra, para ver cómo crecen.
Definitivamente, el problema con los activistas es que no sólo les interesa decirte lo que piensan y convencerte, además quieren que uno actúe como ellos.
-¿Qué es eso? -preguntó Valentín.
-Dos plantas -respondí mientras acomodaba, en el poco espacio disponible en nuestra habitación, a los dos potus (cuyo nombre en latín se me escapa) que había comprado, luego que mi madre a regañadientes y bajo juramento absoluto de que yo y sólo yo las cuidaría, aceptó darme el dinero para comprarlas.
-¿Y por qué tienen nombres? -insistió Valentín, mirando los cartelitos.
-Es un experimento.
Entendía la sorpresa de mi hermano, en mi casa jamás hubo plantas. Pobre Valentín, niño de departamento.
-¿Soledad y Esperanza? -Valentín, otra vez, que ya leía, y muy bien, solito. Un encanto.
-Ajá.
-Es asqueroso.
-Perdón...
-¡Cómo les vas a poner esos nombres! ¡Es asqueroso! -gritó Valentín.
-¿Qué es asqueroso? -Preguntó Josefina.
-Nada, nada -dije mientras los empujaba fuera del cuarto y los escuchaba reírse en el pasillo, y hacer ruido de arcadas. Con los hermanos no hay manera.
A pesar de que siempre he creído que de los chicos se pueden aprender muchas cosas y que son brillantes y creativos. Vaya uno a saber por qué después se vuelven tan necios. Tal vez sea producto de la educación.
Uno no puede bautizar a sus plantas inocentemente sin ser objeto de burlas y de mofas. Definitivamente, el amor hace que uno se vuelva tonto. Y tampoco se crean tan listos, que a todos nos pasa. Pero, al menos, en su casa uno tendría que estar contenido por sus hermanos. En venganza pensé en quemarles la comida al día siguiente.
Pero lo que jamás les perdonaré, de ninguna manera, es que hayan ido corriendo a contarles a mis padres.
A la noche, luego de acostarme, podía oír las carcajadas provenientes del comedor.
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NUNCA SERÉ UN SUPERHÉROE (Antonio Santa Ana)
Teen FictionÉsta es la historia de un niño que ha comenzado a hacerse hombre, mirando la vida desde la perspectiva de sus experiencias personales más profundas.