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Llegó por fin el día de la fiesta, un bello sábado otoñal con sus hojas secas bañando de amarillos y de ocres las calles de Buenos Aires. Con su temperatura otoñal, quince grados, y con su oscuridad prematura. En fin, un sábado para el romance. Para caminar por esas calles teñidas de amarillos y ocres pisando las hojas secas y sentirlas crujir bajo los pies, para caminar abrigado de la mano de mi Julia. ¡Oh, Julia!
Eres tan bella como una tarde de otoño en Buenos Aires, sin lluvia.
   Fui caminando hasta la casa de Ferrari, veinte cuadras de mi casa, orgulloso y feliz, con mis zapatillas, mis jeans, mi camisa estampada y mi campera de cuero recién adquirida, que no tenía nombre y apellido, bordado en el costado izquierdo, como la de Rambo, pero igual lucía orgulloso.
   Llegué medianamente tarde; mi madre, que ahora se daba aires de gran conocedora de los eventos sociales, me recomendó llegar unos cuarenta minutos después de la hora indicada para no ser ni de los primeros ni de los últimos.
    Abrió la puerta Ferrari, que estaba vestida como para matar, parecía una chica Bond, zapatos negros de tacos altos, medias negras, vestido corto con un provocativo tajo al costado y la mitad de la espalda al aire.
Vino a mi mente la historia de la Cenicienta, esa pobre fregona toda sucia de ceniza a la que sus hermanastras no dejaban ir a la fiesta que daba el príncipe. Lo único que deseaba Cenicienta era ir a esa fiesta (la muy frívola), entonces cuando está llorando toda sucia, porque no puede ir, aparece su hada madrina. Con unos pases mágicos le pone un vestido primoroso  (supongo que también la habrá bañado), unos zapatitos de cristal (debían doler) y convierte una calabaza en carruaje para que Cenicienta pueda ir a la fiesta. Pero (siempre hay un pero) tiene que volver antes de las doce (las hadas madrinas pueden parecerse mucho a los padres).
Cenicienta va a la fiesta, mira al príncipe, el príncipe la mira (hay deseo en esos ojos), bailan, se ríen y la pasan fantástico (sospecho que se habrán preguntado: de qué signo sos y esas cosas). Pero a Cenicienta se le hace tarde, se va corriendo y pierde un zapato. El príncipe queda prendido de su hermosura (qué buena frase) y busca por todo el pueblo a la dueña del zapato. La encuentra. Se casan, como perdices, son felices. Fin. Juro que pensé todo eso cuando la vi a Ferrari, que parecía una mujer de catorce mientras yo sólo era un niño de trece, y descubrí que las mujeres de principio de siglo no necesitan hadas madrinas, les basta con una tarjeta de crédito que compre un buen vestido, horas de peluquería y perfume de marca. El efecto es el mismo, de fregonas a princesas.
Desconfíen del maquillaje, sé lo que les digo.

NUNCA SERÉ UN SUPERHÉROE (Antonio Santa Ana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora