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Habían llegado algunos de los invitados, Castaño, ubicado en una esquina del salón, mano izquierda en el bolsillo, derecha en un vaso de jugo, observaba a todos con expresión cínica. Riera, que aún conservaba su bronceado veraniego, coqueteaba con una joven desconocida para mí, ante lo cual no puedo menos que admirar su buen gusto. Débora lo miraba con una expresión que era una mezcla de amor y odio. (¿Miraré yo así a Julia?¡Oh, mi Julia! ¿Será tal mi secreto? El secreto que había escondido adentro de la Voyager y enviado al espacio exterior). También Jiménez y Sanctis, del brazo, obvio. Y un montón que yo no conocía.

  El volumen de la música me aturdió, pensé en lo que diría mi abuela (¿No se enloquecen con la música tan alta? ¿Se dan cuenta que cuando tengan mi edad van a estar sordos?).
Estar pensando como mi abuela no le hizo nada bien a mi autoestima.
   Me ubiqué junto a Castaño tratando de imitar su pose. Desde el rincón teníamos una excelente vista de la puerta, mi objetivo era no perderla de vista, para observar el ingreso triunfal de Julia.
  Llegaron Bonta y García, estrenando prendas fabricadas en algodón sin ningún químico. Explicaron a dúo el proceso del algodón y lo dañinos que son para la naturaleza los procesos industriales en el teñido de las prendas. De allí, no sé cómo, pasaron a explicar lo contaminante que son las pilas, que una sola de ellas alcanza para contaminar una gran cantidad de litros de agua. Me juré a mí mismo que la próxima vez que me imagine a orillas del mar, bronceando mi incipiente vello bajo los rayos de Febo, observando las curvas de bellas jóvenes que me miran insinuantes, mientras les sonrío con mi media sonrisa -que me marca un hoyuelo en la mejilla derecha-, con una lata de coca en una mano, una gafas oscuras ocultando mis grandes ojos rasgados y los walkman clavados en la sien, los walkman llevaran baterías reciclables.
   Ingani y Rodríguez, con un par más de su corte de adulones, estaban en el balcón donde habían logrado llevar una botella de vodka que mezclaban con el jugo de naranja, se reían a risotadas y fumaban como murciélagos.
  -¿Cómo les va a los animadores de la fiesta? -dijo Grezzi, irónico. 
  -Junto información para una película -inmutable, Castaño, con esa expresión tan suya de estar más allá del bien y del mal, Castaño el misterioso.
  -¿Cuál? ¿La venganza de los Nerds?
  Recién ahí lo miramos. Tenía un ojo negro. Abrí la boca para preguntarle qué le había pasado, pero Castaño me fulminó con la mirada. Ya estaba aprendiendo a tener la boca cerrada.
  -¿Qué pasa? Ah, el moretón. Me tropecé con una puerta -dijo Grezzi, y creo que ni él se lo creyó.
  Al rato, misteriosamente se empezaron a apagar algunas luces, mientras Riera avanzaba firmemente con la joven desconocida y Débora no le perdía pisada.
Ferrari ya había pasado tres veces ofreciéndonos algo de beber y comer. Calamaro cantaba: Te quiero, te llevaste la cabeza y me dejaste el sombrero; no me gusta esperar pero igual te espero. Yo, con desazón, admitiendo que mi Julia no vendría. Tal vez jamás concurría a fiestas, le parecerán vacías. Tal vez en su tiempo libre escriba cartas a los gobiernos solicitando el respeto de las minorías. Ella, mi Rigoberta Menchú.
  Ferrari me sacó a bailar un tema lento. Tal vez sea el cambio de milenio que lleva a las mujeres a tal protagonismo que nos exponen al ridículo sin ninguna consideración, Castaño me propinó un empujón que aterricé en sus brazos mientras buscaba una fórmula elegante para declinar su invitación.  Por ejemplo: "Debido a mis problemas con la psicomotricidad fina el médico me prohibió la danza, ya que me puede ocasionar trastornos neurológicos graves". Pero no. Antes de poder pensar nada estaba en brazos de Ferrari, me apretaba tan fuerte que me costaba respirar, realizando esfuerzos inhumanos para tratar de que mis piernas y mi cintura se movieran juntas y no cada una por su lado, me sentía una marioneta con los hilos anudados. Estaba atrapado; Ferrari apoyaba su cabeza en mi pecho. Y debo reconocer que, a pesar de no poder respirar bien (tal vez por eso), y de los obvios esfuerzos para moverme bien, era una sensación agradable. El olor de su perfume y la tibieza de su cuerpo me adormilaban.  E hicieron que se despertara un invitado no deseado, lo cual me avergonzaba. ¡Oh, Julia! ¿Me perdonarás un día por tener pensamientos impuros?
  Mientras me debatía entre sucumbir al pecado o serle fiel a mi amor, sucedió el escándalo. Ingani y Rodríguez, que ya habían terminado su botella de vodka, comenzaron a vomitar por todo el balcón y hacia la calle.
Fue el acabóse.  Se prendieron todas las luces, por todos lados aparecieron adultos, hasta entonces inexistentes.
Paró la música y terminó la fiesta.
   El padre de Ferrari se los llevó a Ingani y Rodríguez en auto a sus casas y yo me escabullí, raudo y veloz, me fui silbando bajito. Caminé las veinte cuadras que me separaban de mi casa, pensando en un poema para expiar la culpa de mis pensamientos impuros. Una noche otoñal en Buenos Aires con sus hojas ocres y amarillas, por las calles, y un frío que calaba los huesos.

   ¡Oh, Julia!
    En la fiesta tú no has estado,
    Y mi corazón se sintió abandonado,
    He tenido pensamientos impuros
    Y
    Escribo
    Un poema
    Para expiar las culpas.

Este lo intitulé "Un poema para expiar las culpas".
Honesto, profundo, veraz y emotivo. Sí. Quedé satisfecho. A pesar de haberlo escrito como a las tres de la madrugada, ¡mi primer poema trasnochado! Me estoy convirtiendo en un poeta bohemio...
   A la mañana, mis hermanos me despertaron a las 7:30 y me obligaron a que les hiciera el desayuno, a esa hora no son ningún encanto, déjenme aclararlo. Estuve de mal humor, había dormido poco y jamás deja de molestarme que los domingos mis hermanos, en vez de despertar a sus progenitores para que les hagan el desayuno (al menos a la parte femenina de sus progenitores, ya que la masculina no sabe ni abrir una botella de leche), me despierten a mí.
   Mi madre se despertó a las diez, estaba exultante. Se veía a simple vista que había disfrutado de su reunión.
Silbaba y canturreaba. Al rato me dijo:
   -Julián, vamos al supermercado.
   No alcancé a musitar ninguna excusa, era la segunda vez en menos de veinticuatro horas. Llegué a la conclusión de que iba a tener que enriquecer rápidamente mi vocabulario o las mujeres terminarían haciéndome hacer lo que ellas quisieran, sin dejarme, al menos, ofrecer una resistencia, por más leve o ínfima que fuera.
-Hoy no vamos a Wey -dijo mi madre.
   -¿No? -algo se traía entre manos. Wey era el coreano dueño del supermercado de la vuelta. Hacía cinco años que íbamos ahí y, salvo "buenos días" y "vuelva plonto", no decía nada más en español. Bueno, sí, los números se los sabía todos.
   -Hoy va a cambiar nuestra vida. Ayer -prosiguió ella- me encontré con Laura, una ex-compañera, y me explicó un montón de cosas... y tiene razón -cerró mi madre, crípticamente; sin explicar ninguna de ellas, siguió canturreando. A los trece yo ya había aprendido que hay veces que es mejor no preguntar.
  Cuando llegamos al supermercado me dirigí a las heladeras de congelados.
  -Nada de congelados, vamos a empezar a comer comida sana -dijo mi madre.
  -...
  -Me preocupa la dieta que están llevando ustedes, comen mucha comida chatarra y muy pocas proteínas.
  Sentí que me clavaban al piso. Todos los mediodías cocinaba yo. Es decir, descongelaba algo en el microondas o hacía hamburguesas. Si el plan de mi madre era como yo me lo imaginaba iba a tener que aprender a cocinar en serio. El plan de mi madre no era como yo me lo imaginaba. Era peor.
   En mi cabeza sonó Calamaro: Apenas estoy empezando a volar y mis alas se quemaron y caí. 
   -¿Sabías que en los países donde se come soja hay 50% menos enfermos de cáncer? -dijo mientras elegía unas milanesas de ídem que son lo más parecido al cartón que he conocido.
   -¿Brotes de alfalfa? ¿Somos caballos acaso? -pregunté indignado.
   Ella elevó sus ojos al cielo y puso su mejor cara de perdónalo Señor, no sabe lo que hace.
  -Acelga, por el ácido fólico; bananas, por el potasio.
  Mi madre parecía haber ido a un curso de nutrición en vez de a una reunión de ex compañeras.
   -El pescado tiene cero colesterol malo y mucho fósforo. Las semillas y los cereales son ricos en vitamina B12, que hace muy bien al cerebro.
   En ese instante me resigné, dejé de escuchar y me limité a empujar el carrito. Me imaginé haciendo un curso de cocina natural en alguna asociación vecinal.
Rodeado de señoras gordas llenas de várices y deseosas de adelgazar.
   Demasiada información para un sólo día. Y ese recién empezaba. Desconfíen de las reuniones de ex compañeras, sé lo que les digo.

NUNCA SERÉ UN SUPERHÉROE (Antonio Santa Ana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora