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-¿Vos también les vas a poner nombres estúpidos, como Julián? -le dijo Valentín a mi madre, que estaba acomodando en el balcón las plantas que había comprado, producto de la necesidad de vivir en armonía con el cosmos y con el resto de los seres vivos.
  -No está mal ponerles nombres a las plantas -le contestó.
  Gracias, madre. Haces bien en defender a tu primogénito de las chanzas de tu segundo hijo. Después de todo fue con mi nacimiento que fuiste madre. No lo olvidemos. Debe existir un vínculo especial entre una madre y el mayor de sus vástagos.
  Seguí leyendo mi revista y miré a Valentín socarronamente con el rabillo del ojo. Él seguía arrodillado en el balcón junto a ella, y conociéndolo como lo conozco, fue un error pensar que se daría por vendido tan fácilmente.
  -Pero los nombres que les puso Julián son idiotas -insistió, terco como una mula. Mi madre giró la cabeza para ver si yo escuchaba, sumergí la cabeza en mi revista, como quien oye llover, e ignoré que hablaban de mí. Quería escuchar sin que ella supiera esa respuesta demoledora. Madre, tienes a tu hijo del medio en bandeja. ¡Acaba con él, por el honor de tu hijo mayor!
  -Julián está en una edad difícil (hubiese preferido una defensa más frontal, pero seguí escuchando) y tal vez se ponga un poco tonto (madre, no entiendo adonde vas, no me parece que me estés defendiendo bien). Yo también creo que los nombres son cursis...
  No escuché lo que siguió. Cerré la revista y la tiré sobre la mesa. Que mi hermano se mofe de mí ya me parecía grave, pero que doña new age lo haga, es demasiado. Me fui a mi cuarto para hacer la tarea de Filosofía, cualquier cosa era mejor a escuchar ese complot contra mi persona.
   En vez de la tarea, y superando el desdén de mi familia, escribí un poema del género aventurero.
  
    Julia, bella como el otoño y la lluvia
   (con tu blonda cabellera y tus dientes como perlas)
   yo por ti me perdería en cualquier selva.

  Después de hacerlo me sentí mejor. Es bueno para un adolescente de trece de sexualidad galopante, poder expresar sus sentimientos.
  Pero, bueno. Me tocó llamar por teléfono a Castaño para que me dictara la tarea.
  Después de la cena, zapallitos rellenos de arroz integral y ensalada de hojas verdes (espinaca, radicheta y lechuga), mi padre le expresó a su mujer (ergo, mi madre) si iba a pasar mucho tiempo antes de volver a probar carne, ya que la carne argentina es famosa en todo el mundo por su poco contenido de grasa, su valor proteico y ni hablar de su inigualable sabor. Que a él no le parecía mal, de ninguna manera, que ella se dispusiera a esperar la llegada de la era de Acuario. Y que estaba dispuesto a bajar la tapa del inodoro después de orinar (jamás durante por razones obvias), pero ya que él es la principal fuente de ingresos del hogar sentía que tenía derecho a comer cosas que le gustaran, después de una agotadora jornada laboral.
  Cuando mi padre terminó su párrafo sin perder la compostura, destapando su segunda cerveza, noté que los colores inundaban la cara de mi madre y que se contenía por no gritar. Mi sexto sentido me hizo llevar a mis hermanos a cepillarse los dientes, ponerles el pijama, leerles su cuento de las buenas noches (justo era El Patito Feo; en el que la moraleja es que si uno no es bello y exitoso no lo quiere ni la propia familia) y, por fin, dormirlos.
  Hice todo lo suficientemente rápido como para no perderme ninguna de las partes jugosas de la discusión.
  Los argumentos de mi padre no los repetiré, ya que creo quedaron suficientemente claros más arriba. Pero mi madre contraatacó con maestría, lo que se podría resumir en: a) ella no tenía ningún inconveniente en que él comiera carne todos los días, ni en cocinársela.
Él estaba en todo su derecho -y no sería ella quien se lo prohibiera, no señor- de seguir subiendo sus niveles de colesterol malo hasta arriba de trescientos y obstruir sus arterias todo lo que quisiera. Pero que cuando estuviera arteriosclerótico ella no pensaba cuidarlo. Y b) que el punto a se cumpliría sólo si el señor de la casa (a pesar de cómo había logrado controlar su ira cuando dijo "el señor de la casa", sus palabras cortaron el aire) se comprometía a realizar la mitad de las tareas del hogar. Y se planchara su ropa, cosiera sus botones, fuera a hacer las compras y demás. Ya que ella no tenía la culpa de vivir en una sociedad en la cual la mujer es permanentemente discriminada, se la trata como a un objeto sexual (por favor, no empecemos otra vez con lo del objeto sexual...) y recibe un salario inferior aunque realice la misma tarea que un hombre.
  Todo esto llevó sus buenas dos horas. Y en la discusión se mezclaron algunas palabras de grueso calibre, que el buen gusto no me permite reproducir. Me quedé pensando en el Ying Yang, ese símbolo que representa el equilibrio (cosas que uno aprende de una madre new age, por más reciente que sea) del día y la noche, lo masculino y lo femenino, verano e invierno, y así todo lo demás; ya que, pobre mi madre, tanto buscar la armonía con el universo, se le empezó a desbaratar, aún más, el orden en su casa.

NUNCA SERÉ UN SUPERHÉROE (Antonio Santa Ana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora