40-. Imprudente

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IMPRUDENTE

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No pude oír el trueno, pero si tu acelerado corazón. No puede ver la lluvia, estábamos muy ocupados haciendo huracanes.

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Miró con indulgencia cómo Ashton se agachaba para dejar el plato de carne troceada en el piso. Tommo enseguida estuvo a los pies del omega, lo miró un segundo y luego se concentró en devorar la comida que dispusieron para él. Harry no había soportado el olor del platillo, y apenas probó un bocado antes de apartarlo en la bandeja y confesar lo que realmente deseaba comer. El cocinero del navío envió un nuevo platillo en menos de media hora. Le apenaba, tanto como halagaba, que desde el anuncio de su embarazo toda la tripulación se desviviera por cumplir sus caprichos.

En la recamara, el fisiólogo de larga túnica verde y barba oscura chasqueó la lengua mientras terminaba el examen físico. Harry apartó la mirada del zorro, justo para ver al mayor que le indicaba con un ademán que podía volver a sentarse en la cama. Acomodó los botones de su camisola en el sitio justo, cubriendo nuevamente su abdomen y pecho. Pasó por encima de sus hombros una bata negra con gruesos bordes en dorado y dibujos curvos plasmados en ocre sobre el cuello de la prenda y el borde inferior. Las mangas no eran demasiado largas, al igual que la camisola, sólo le cubría hasta los codos, y el resto de la pieza caía hasta los tobillos. De esa forma se sentía fresco, pero cómodo de estar presente a la vista de otras personas que no eran su alfa. Entre los mareos, náuseas y el cansancio general que el embarazo causaba en él, pasaba mucho tiempo en la recamara o la cama, por lo que usar la ropa usual del día se le hacía tedioso.

El príncipe Louis adoraba volver a su aposento y encontrarlo en la ligera ropa de dormir, pero gruñía cuando cualquiera más allá de Ashton o el fisiólogo se asomaba cerca de la puerta. La sola idea de que alguien pudiera tener una vista impropia de Harry era suficiente para evaporar toda la calma por la que era conocido.

—¿Algo que añadir, señor? —preguntó con respeto, desde el borde de la cama. A un lado tenía una mesa sobre la cual descansaba una bandeja con un cuenco de gachas dulces.

Tras guardar sus utensilios en un largo trazo de cuero, el fisiólogo acomodó las mangas de su túnica y compuso una mueca amigable.

—Todo marcha como debe, alteza—contestó diligente.

—¿Está seguro? —procuró usar un tono adecuado. Harry respetaba al hombre frente a sí, no sólo había sido el mismo que dio con la solución para salvarlo hacía casi un año cuando escapó del barco de Winston, sino también quien fue cuidadoso en explicarle su situación según los embarazos cuando volvió de Hiems tras su primer celo. Era el hombre que siempre viajaba con Louis y se encargaba básicamente de su familia. Su nombre era Ambrose, pero nadie nunca lo llamaba así. Su rol estaba muy por encima de su identidad.

—¿Siente algo que le provoque inquietud? —regresó la pregunta el experto.

Harry tomó el cuenco y removió las gachas con una cucharilla. Probó tentativamente una cucharada que su estómago aceptó de buena gana. Tragó y limpió sus labios de los restos en las comisuras.

—He estado pensando mucho algo...

—Tiene que ver con sus noches de insomnio, me atrevo a sugerir.

El omega asintió, y vio que Ashton acercaba una silla del fondo de la recámara para que el fisiólogo tomara asiento cerca de Harry. El hombre aceptó el gesto y le asintió a Ashton en agradecimiento.

Príncipe. » l.s | YA EN TIENDAS|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora