Capítulo Ocho: Silbidos de cuero

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Sacarme la campera no fue fácil. ¿El motivo? Creo que debería contarles una historia que quizás alguno ya conozca (se hizo pública hace un tiempo; gracias, Pluma Anónima).

Cuando era más chica había hablado con un chico bajo un árbol, mucho antes de descubrir la magia. El chico tenía un marcado acento francés, y me había dado su campera. La había utilizado desde entonces, sin importarme que estuviera rasgada de mis peleas con Jackson, llena de sangre de cortes de batalla u oliera a perro quemado. Más tarde había descubierto que Jackson había sido quien me había dado dicho abrigo, y eso solo me había hecho quererla aún más. El sacármela... Bueno, no era algo fácil.

Reemplazar la campera por el objeto del poder simbolizó que lo mío con Jackson estaba cien por ciento muerto, y eso me dolió no saben cuánto. Fue por eso que Carter entendió el que no me sacara mi campera rasgada, y explicó sin especificar la situación entre susurros mientras yo miraba la campera roja. Pasaron como quince minutos hasta que finalmente me saqué la otra campera, la del Reino Mágico. Me deslicé dentro de la roja con cierta lentitud, sintiéndome más fuerte a cada contacto con el cuero mágico. Les aseguro que eso tiene un motivo, en serio.

Solo que antes debemos resaltar otro evento crucial para la historia: interceptamos un código morse del equipo contrario. Gemma había estado mirando por la ventana durante un rato, sin buscar nada en particular. Claro, hasta que vio un par de destellos rojos en lo alto de la torre Eiffel. Empezó a imitar los fulgores de aquella luz sobre Autumn, que no tardó ni tres segundos en descifrar todo el código. Descubrí que era morse después, cuando Gemma lo dijo. ¿Qué? En mi defensa, no enseñan morse hasta el cuarto año de clases en la Academia.

—Jake Martins: la Elegida se encuentra en París desde las diecisiete horas junto a cinco magos. Seguiré el rastro para localizar su base, Jane —tradujo Autumn con su voz robótica.

—Me encanta cuando tu reloj habla; es como el de Tony Stark, ¿no? —preguntó Melinda. El ojo izquierdo de Gemma empezó a palpitar: ella odiaba ser comparada con Tony Stark.

—¡No! ¡Mi tecnología es veinte veces mejor que la de Stark! Perdón, soy Iron Man y finjo que no le robé la idea del reloj parlante a la maga que me demandó por traficación de uranio. —Gemma gruñó y se aclaró la garganta. —Lo que quería decir es que mi tecnología no tiene nada que ver con la de tu amiguito Antonio y que me parece un desperdicio de tu tiempo que protejas a tal idiota. —Gemma, impoluta, se despegó de la ventana y apoyó sus brazos sobre una silla.

—Bueno... El mensaje es claro, Jane nos sigue el rastro. ¿Alguna manera de confundirla o borrar el trazo? —Todos se callaron y Melinda corrió a su mochila. Un minuto después, nuestra salvación estaba sobre la mesa.

—¿Unos silbatos de perro? —preguntó Carter poco convencido. Melinda le sonrió y me guiñó un ojo, en señal de que era un buen plan.

—Uno de cuatro lo entienden, ¿qué puede salir mal? —Como les dije antes, esto era claro sinónimo a "invoquemos a la ley de Murphy; total, mi día no puede estar peor. ¿La McMalaSuerte viene con papas? Dámela en combo grande. Como si tuviese algo más que perder."

—Gemma izquierda, Carter derecha, Alette acá. Órdenes del doctor. Silben en un minuto, veinte segundos seguidos. —Melinda me guió un ojo y los tres salieron volando por la ventana en sendas direcciones.

Conté sesenta segundos antes de empezar a silbar. No escuchaba nada, pero podía asegurar que algún efecto tenía porque me sentía más débil a cada segundo. Por fortuna, la campera me daba cierto respaldo que necesitaba (que sí, ya les voy a explicar esto. Aguántense la curiosidad un rato, impacientes).

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