Capítulo Doce: ¿Por qué no huí a China?

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Ser el anti-elegido no era tan fácil como Alette lo presentía. Es más, me atrevo a decir que era muchísimo más difícil. La gente amaba el mundo, ¿por qué colaborarían con quien lo destruiría? Ser el anti-elegido te convierte en un falso, un hipócrita, un chanta (como diría mi chica). Se basaba en hacerle falsas promesas a todos tus colaboradores, persuadirlos o engañarlos para que se opongan a sus moralidades. Creánme, eso era por lejos lo más difícil de mi posición.

Un secreto: yo odiaba mentir. Odiaba a la gente hipócrita, odiaba a los mentirosos y odiaba a los que utilizaban su poder con fines ruines o egoístas. Irónico, porque eso era exactamente lo que yo estaba haciendo. Me dolía muchísimo, y no podía sacarme de la mente las palabras que papá siempre repetía: "la verdad vence." Bueno, lo decía en latín, pero casi. Al mentir para beneficiarlos, ¿los estaba contradiciendo? ¿Estaba yendo en contra de todo eso que me habían enseñado para salirme con la mía? ¿Acaso ellos aprobarían dicha conducta? Créanme, no quería escuchar la respuesta.

Fue por eso que casi me largo a llorar cuando estábamos en la torre Eiffel. Debíamos conversar con un mago infiltrado en el museo Louvre, donde se hallaban un par de objetos. Para eso, Jane y yo nos estábamos haciendo pasar por una pareja turística, dado que necesitábamos parecer buenas personas ante los ojos de ese mago. ¿Qué crea una mejor imagen en un adulto que una feliz pareja de enamorados? Simple: que la ex – novia de uno de ellos aparezca en la escena, desviando la atención de éste y poniendo su mundo de cabeza.

Entiéndanme: no veía a Alette desde aquella tarde en la librería, cuando salió corriendo como si yo fuese la peste para posteriormente cortar nuestros encuentros románticos mediante una carta. A mí me gustaba Alette, muchísimo. Me había costado horrores no pensar en ella, y eso que tenía el corazón congelado. No debía sentir nada. Entonces, ¿por qué mi corazón se había detenido cuando mi mirada se encontró por la suya? Fue una milésima de segundo, pero sentí como mi espalda se tensaba y mis labios dejaban de moverse sobre los de Jane. Me alejé de mi acompañante y la observé alejarse a paso apresurado por las calles, evitando mirar hacia atrás tanto como le fue posible. No tardé en sentir cómo el calor invadía mi cuerpo, concentrándose en mis mejillas. Jane acarició mis mofletes color tomate con falsa ternura, regalándome una mirada espantosa; si por mí hubiese sido, ya me hubiera alejado mil metros de esa pouffiasse. Lamentablemente, la necesitaba para mi coartada, por lo que no podía darme dicho lujo y privarme de su presencia en ese momento.

Un dato curioso sobre Jane Wells: daba muchísimo miedo. Su cara podía decir "está todo bien, somos amigos" y "te odio, ni se te ocurra intentar mentirme porque vas a terminar en la morgue" a la vez. Era una expresión facial bastante peculiar, a la que en la Academia nos referíamos como "la cara del capitán" en referencia a un personaje de televisión, El Capitán, que efectuaba esa misma expresión. Si mirabas la parte superior de su cara, sus ojos claramente gritaban "no sabés las ganas que tengo de arrancarte la cara." El problema era que la sonrisa dulce y serena que te regalaba junto con sus pómulos marcados te daba una gratificante sensación de calidez. El miedo que las víctimas de la cara del capitán sentían podía dejarlos paralizados por minutos completos, perdidos en aquella sensación de incomodidad y terror que dicha expresión albergaba.

Supondrán correctamente que no me moví y corrí a China en ese momento aunque, pensándolo en retrospectiva, no hubiera sido mala idea. Quizás hubiera desviado al criado de su viaje a Samarra (1).

En fin, que el mago nos confesó que no sabía de la existencia de los objetos del poder en el Louvre, pero nos prometió que la mañana siguiente nos dejaría ir a buscarlos nosotros mismos. Tendríamos el tiempo suficiente para crear unas réplicas falsas que explotaran cuando Gemma las activara, y reemplazarlas por las verdaderas.

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