Capítulo Dos

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Al despertar, Tomás, miró a su alrededor. Estaba en su cuarto. Ni su madre ni su padrastro se habían dignado a llevarle a un hospital, el segundo para evitar preguntas incómodas sobre maltratos y la primera por miedo, siempre el miedo.

Se fijó en que por fin reinaba el orden y cada cosa estaba guardada en su sitio. Al fin su madre se había dignado a hacer sus labores, pensó. No pudo evitar sonreír maliciosamente al haberse salido con la suya.

Tenía hambre, era casi mediodía y, claro está, se había saltado el desayuno por causa de su estado inconsciente. Llamó a su madre.

-Mamá- no pudo alzar mucho la voz y no obtuvo respuesta -¡Mamá!- gritó esta vez haciendo un esfuerzo para que la cabeza no le estallase.

Esperó los cinco segundos que su paciencia le permitían y se levantó a buscarla.

Parecía que no hubiera nadie en casa. Su padrastro trabajaba hasta mitad de tarde y no esperaba verle tan pronto, pero su madre... «¿Dónde coño está mi madre?» Se preguntó.

Fue hacia la cocina esperando encontrarle haciendo la comida, pero sabía que no iba a estar porque la casa no olía a nada, sólo a ese ambientador asqueroso de flores de lavanda que siempre se empeñaban en comprar. Le gustaba caminar por el pasillo y olfatear el rico asado que preparaba su madre los domingos, o jugar en su cuarto con ese aroma a bizcocho como olor de fondo de la casa, siempre dispuesto a saciar sus necesidades estomacales.

En el salón se escuchaba la televisión. Estaba muy alta, más de lo habitual. Su madre tenía que estar viéndola.

Hombre! ¡Si es el rey de la casa!- dijo ese señor mayor que permanecía sentado en el sofá y no se dignaba a levantarse para saludarle -Has dormido mucho campeón-

-José, ¿dónde está mi madre?- preguntó Tomás haciendo un sondeo completo por los 20 metros de salón.

-Está trabajando- dijo José, el abuelo materno del niño -Ven, siéntate conmigo y vemos dibujitos-

-No-me- ha-bles-co-mo-a-un-crí-o- dijo Tomás separando cada sílaba y haciendo desagradable su respuesta. -Y además, mi madre no tiene trabajo-

José se deslizó hasta el borde del asiento, con mucho esfuerzo puesto que notaba en el cuerpo el paso de los años, y con los dedos de las manos entrelazados miró a Tomás fijamente.

-¿Por qué siempre estás enfadado Tomás?-

-José- nunca le llamaba abuelo o yayo, no tenía apelativos cariñosos hacia el padre de su madre -¿Dónde coño está mi madre?-

El abuelo se alarmó por la palabra malsonante, hasta hace poco no las decía, pero hacía cosa de un mes se habían convertido en habitual escucharlas de su boca y le desagradaba mucho.

-Voy a tener que lavarte esa boca con jabón, Tomás- se indignó levantándose -¿Has probado a decir las cosas amablemente? Así te hará todo el mundo más caso- sentenció, acto seguido siguió mirando la televisión enfadado.

Puede que José tuviera razón. Mostrando su contínuo enfado no conseguía gran cosa. Debía proponerse ser más amistoso y amable, seguro que así podría manipular a su antojo a las demás personas y conseguir sus propósitos más fácilmente. La verdad es que siendo como realmente era le llovían más palos que premios. En lo que se equivocaba su abuelo era en lo de la atención, él no quería que la gente le hiciese más caso. Él hacía esas cosas porque su personalidad era así. No le importaba como se tomaba la gente sus comentarios ni sus opiniones. Él vivía para él, no para los demás. Se bastaba con conocerse a sí mismo, no quería atención, no aguantaba que estuvieran a su lado constantemente, con que satisfacieran sus necesidades valía. ¿Y dónde estaba su puta madre ahora joder?

Salió al jardín a continuar con el juego que dejó ayer a medias. Recogió el tirachinas que había dejado tirado en el césped la tarde anterior y volvió a sacar la navaja del bolsillo interno de su peto vaquero. Si seguía afilando así la punta del mango pronto podría torturar a alguno de esos molestos gorriones que se cagaban en todo lo que había al aire libre. Hacía dos días que no montaba en su bicicleta porque la habían maquillado de arriba a abajo y su madre no había querido limpiársela.

-Que la limpie él- le había dicho Antonio frenando a su madre.

Y por supuesto que Tomás no lo iba a limpiar. No era esa su obligación, pero su madre estaba enferma de miedo a su padrastro.

Al terminar de afilar su arma de tortura sintió un rugido de sus tripas. Como un loco se incorporó de un salto y se metió en casa directo a increpar a su abuelo y pedirle esa comida que alguien debía hacerle. ¿No estaba su madre? Pues José serviría, quien fuera, pero había que hacerle la comida y había que hacérsela ya.

José!- gritó.

El abuelo se giró con cara de enfado. Tomás cambió de actitud, decidió probar el consejo que el viejo le había dado hacía una hora.

-Abuelo- dijo sonriendo y usando esa palabra que sabía que ablandaría a su interlocutor - Tengo hambre, ¿me harías la comida por favor?-

El abuelo aplaudió la decisión del niño.

-Muy bien Tomás- sonreía -¿Ves? Así da gusto hacerte las cosas-

Tomás sonrió de medio lado.

-¿Te hago unas patatitas y un filete? ¿Te apetece?- dijo el abuelo muy amablemente.

-Sí abuelo, Gracias-

Tomás descubrió ese día algo que a lo largo de su vida le iba a servir muchísimo.

Antisocial ® (3 Colección Trastornos Mentales) #sakura2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora