Capítulo Veinticuatro

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La de veces que agradeció Tomás que en ese reformatorio les hubieran dejado vestir ropa de calle. Si hubiesen tenido que llevar algún tipo de uniforme carcelario le hubiesen detenido ya sin ninguna duda. No las había contado, pero fueron muchísimas las patrullas con las que se había cruzado hasta llegar al poblado gitano, eso sí, a partir de su frontera ni rastro de policías.

Tomás se adentraba en un barrio de casas bajas, unifamiliares y extremadamente viejas y pequeñas. Podían verse corrales con gallos en numerosas ocasiones. Multitud de niños corrían y jugaban por los descampados que separaban las hileras de casas. Descalzos muchos de ellos y sin camiseta casi todos se perseguían melena al viento y  pisando tranquilamente como si no estuviesen andando por un cementerio de jeringuillas. También podían verse corrillos de personas. Los más jovenes se reían animados o cantaban al son de una guitarra española que muy hábilmente sabía tocar su dueño. El barrio rezumaba arte en ese sentido. Es increíble cómo derrocha duende la raza gitana. 

En las puertas de las casas se encontraban, normalmente, los más ancianos. Los patriarcas permanecían sentados, con las manos apoyadas en una cachaba*, serios, callados  y mirando lo que acontecía a su alrededor. Un sombrero negro era el indicativo de su ley allí.

Todo el barrio olía fuerte. Era una mezcla de guiso y marihuana que sutilmente se introducía por las fosas nasales de cualquiera en cientos de metros a la redonda, abriéndote el apetito de una cosa o de la otra.

Tomás caminaba en silencio y admirando todo. Era la primera vez que se metía en un sitio así, incluso la primera vez que lo veía, así que no tenía miedo ni un especial respeto por el lugar. Se acercó a unas hogueras que estaban algo apartadas. Era como si separaran el poblado de lo que fuera que se encontrara detrás de ellas. Un par de jóvenes calentaban algo acercándolo levemente al fuego. Tomás se fijó en ellos. Eran delgados, muy delgados. Tenían mal aspecto, como si estuvieran enfermos, pero no cualquier enfermedad, no como si tuviesen un catarro fuerte. Una enfermedad dura, larga, como si se les estuviera escapando la vida. Les faltaban muchos dientes y sus brazos estaban llenos de heridas y pinchazos. Eran yonkis en estado terminal.

-¿Qué haces por aquí?- preguntó uno de ellos -¿Llevas jaco*?-

Tomás miró extrañado, no tenía ni idea de lo que era eso del jaco, así que no contestó a la segunda pregunta.

-Busco "al Patas". ¿Le conocéis?- preguntó ahora él.

Los dos yonkis se miraron levantando las cejas. Uno de ellos se puso de pie y sacó una navaja mugrienta.

-Dile a ese cabrón que me debe un pollo*- se tambaleaba del mono que tenía -Que me lo de o le meteré esto por el culo-

-No me entiendes- negó con la cabeza Tomás avanzando hacia él -También lo estoy buscando-

El yonki retrocedía conforme Tomás avanzaba. Era un crío, sí, pero su mirada no era de niño inocente, algo oscuro había tras de ella que le hacía tener miedo.

-¡Quédate ahí niñato de mierda! ¡No te acerques más!- gritaba de pánico.

Tomás paró. Le pareció curioso como alguien que se mataba un poco cada día con esa mierda que se metía por la vena, a su vez, valoraba su vida.

El otro yonki no se movía. Había entrado en éxtasis hacía un buen rato y desde que llegó Tomás no movía ni un músculo. Tan sólo se balanceaba un poco por el viento la jeringuilla que estaba clavada en su brazo.

-Hagamos una cosa- intentó pactar Tomás -Tú me dices por donde suele estar "el Patas" y yo le doy tu recado gustosamente- sonrió de medio lado.

Antisocial ® (3 Colección Trastornos Mentales) #sakura2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora