C9: Tempestad.

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Cuando era niña amaba las tormentas

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Cuando era niña amaba las tormentas. 

Me gustaba sentarme en el alféizar de mi antiguo living y observar la forma en que los relámpagos iluminaban las nubes de forma impredecible, dispareja y extraordinaria. Los rayos que caían de manera vertiginosa con sus colores eléctricos y brillantes me dejaban sin aliento, tanto como oír los potentes y estrepitosos truenos. Había algo mágico en todo eso, en la singular forma en que la naturaleza llevaba a cabo tales fenómenos.

Siempre le preguntaba a mi mamá cómo era posible que esto ocurriera, y, a continuación, sin importar la cantidad de veces que se lo hubiera preguntado, ella me explicaba cómo se producían y por qué lo hacían. Sin embargo, las explicaciones al final no me servían, porque cuando la tempestad llegaba toda la teoría desaparecía de mi cabeza. Tal vez estaba demasiado cautivada como para recordar algo.

Ahora, mientras estoy de rodillas junto a Kassian y a escasos centímetros de Blake, echo de menos esos días en los que contemplar y oír las tormentas era mi mayor deleite y no mi peor pesadilla. 

El atronador sonido de un trueno llena mis oídos, hace que mi corazón se comprima y detenga por lo que parecen segundos. Cada fibra de mi cuerpo se tensa, e internamente siento que el pavor estalla en medio de mi pecho con una explosión que lo destroza todo. Lo inevitable ocurre, el temor, la angustia y el frenesí se desatan en mi interior y me estremezco al sentir la forma en la que viajan a lo largo de mi cuerpo una y otra vez. Antes de que pueda siquiera evitarlo siento el temblor adueñándose de mis manos, moviéndolas incontrolablemente a merced del pánico. 

 —Kassian—llama Blake en un susurro, con sus penetrantes ojos fijos en mí. —Sal de aquí.

El niño dice algo pero no logro comprenderlo. Me pongo de pie con las piernas flaqueando, sintiendo que no tengo fuerza para caminar o siquiera seguir respirando. La sensación de asfixia y cobardía me consume, el miedo forma un ajustado y doloroso nudo en mi garganta y la urgencia de llorar crece. Quiero esconderme y dejar de escuchar, de ver y sentir; deseo aferrarme a mi mamá o a mi hermano, quiero oír la voz de Kansas o de Bill intentando calmarme a pesar de que las palabras no funcionan. Quiero que la tormenta desaparezca, pero sé, al igual que con lo demás, que eso no ocurrirá.

Nunca ocurre.

—Kassian, ve a abajo con los muchachos, te alcanzaré en un segundo—insiste Blake con una advertencia en su voz mientras llego al borde la cama y me subo con la desesperada necesidad de cerrar la ventana. —Hazlo, ahora—añade, y oigo al niño corriendo hacia la puerta y cerrándola con suavidad tras él.   

Evito mirar a través del cristal mientras mis manos temblorosas intentan cerrar la ventana, pero no logro conseguirlo. Lo que me ocurre es parecido a lo que pasa en ciertas películas, cuando alguien persigue al protagonista y éste, sin poder eludir la incertidumbre y el miedo que lo obligan a echar la mirada sobre su hombro, observa a quien lo persigue para saber dónde está, qué tan lejos se encuentra y si será capaz de alcanzarlo. Yo miro el cielo preguntándome cuánto tardará la tempestad en llegar hasta mi, en envolverme en ese caótico y ulterior lío de rayos, relámpagos y truenos.

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