III. La Posada del Chorro

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Al entrar en esta Posada del Chorro, coronada de buhardillas, uno se encontraba en un ancho vestíbulo, bajo e irregular, lleno de entablamentos pasados de moda, que recordaban las amuradas de alguna vieja embarcación desechada. A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo tan enteramente ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales luces entrecruzadas con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente estudio y de una serie de visitas sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender su significado. Había tan inexplicables masas de sombras y claroscuros, que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso, en los tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos embrujado. Pero a fuerza de mucho contemplar con empeño, y de abrir del todo la ventanita al fondo del vestíbulo, se llegaba por fin a la conclusión de que tal idea, por descabellada que fuera, podría no carecer completamente de fundamento.

Pero lo que más desconcertaba y confundía era una masa negra, larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del cuadro, sobre tres líneas azules, borrosas y verticales, en medio de una fermentación innominada. Ciertamente, un cuadro aguanoso, empapado, pútrido, capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él una suerte de sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable, que le pegaba a uno por completo al cuadro, hasta que involuntariamente se juramentaba uno consigo mismo para descubrir qué quería decir esa maravillosa pintura. De vez en cuando, cruzaba como una flecha alguna idea brillante, pero ¡ay!, engañosa: «Es el mar Negro en noche de galerna», «Es el combate antinatural de los cuatro elementos primitivos», «Es un matorral maldito», «Es una escena invernal hiperbórea», «Es la irrupción de la corriente del Tiempo, rompiendo el hielo». Pero todas esas fantasías cedían ante aquel portentoso no sé qué había en el centro del cuadro. Una vez averiguado aquello, lo demás estaría claro. Pero, alto ahí: ¿no muestra un leve parecido con un gigantesco pez? ¿Incluso, con el propio gran Leviatán?

Efectivamente, la intención del artista parecía ésa: conclusiva opinión mía, basada en parte sobre las opiniones reunidas de diversas personas ancianas con quienes conversé sobre el tema. El cuadro representa un navío del Pacífico, en un gran huracán; el barco, medio sumergido, se revuelve allí en las aguas, con sus tres mástiles desmantelados solamente visibles; y una ballena exasperada, al intentar dar un salto limpiamente sobre la embarcación, se ha empalado en los tres mastelerillos. 

La pared de enfrente, en este zaguán, se había decorado toda ella con una pagana ostentación de monstruosos dardos y rompecabezas. Algunos estaban densamente incrustados de dientes brillantes, pareciendo sierras de marfil; otros estaban coronados con mechones de pelo humano; uno tenía forma de guadaña, con un amplio mango que barría en torno como el sector que deja en la hierba recién segada un segador de largos brazos. Uno se estremecía al mirar, preguntándose qué monstruoso caníbal salvaje podría haber ido jamás a cosechar muerte con tan horrible herramienta tajadora. Mezclados con esto, había viejos y enmohecidos arpones balleneros, deformados y rotos. Algunos eran armas con mucha historia. Con aquella vieja lanza, ahora brutalmente torcida, cincuenta años antes, Nathan Swain mató quince ballenas de sol a sol. Y ese arpón —ahora tan parecido a un sacacorchos— se lanzó en mares de Java, y lo arrastró una ballena que años después fue muerta a la altura del cabo del Blanco. El hierro primitivo había entrado junto a la cola, y como una aguja móvil dentro del cuerpo de un hombre, había viajado sus buenos cuarenta pies, hasta que por fin se encontró incrustada en la joroba.

Cruzando este sombrío vestíbulo, y a lo largo de ese pasadizo de arcos bajos abierto a través de lo que en tiempos antiguos debió ser una gran chimenea central con hogares alrededor, se entra en la sala común. Ésta es un lugar aún más sombrío, con tan pesadas vigas por encima, y tan agrietadas tablas viejas por debajo, que uno casi se imaginaría que pisa la enfermería de alguna vieja embarcación, sobre todo en tal noche ululante, cuando esa vieja Arca, anclada en su esquina, se balanceaba tan furiosamente. A un lado había una mesa, larga y baja, a modo de estantería, cubierta de recipientes de cristal resquebrajado, llenos de polvorientas rarezas reunidas desde los más remotos rincones del ancho mundo. Asomando desde el ángulo más apartado de la sala, queda una guarida de aspecto sombrío, el bar; tosco intento de semejanza de una cabeza de ballena. Sea como sea, allí está el vasto hueso en arco de la mandíbula de la ballena, tan amplio que casi podría pasar un coche por debajo. Dentro hay sucios estantes, con filas, alrededor, de viejos frascos, botellas y garrafas; y en esas mandíbulas de fulminante aniquilación, como otro malditoJonás (nombre por el que, efectivamente, le llaman), se atarea un hombrecillo viejo y marchito, que vende a los marineros, a cambio de sus dineros, delirios ymuerte.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora