CXIV. El dorador

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Penetrando cada vez más en el corazón de la zona pesquera del Japón, el Pequod estuvo pronto atareado por completo en la pesca. A menudo, en tiempo suave y placentero, y durante veinte horas seguidas, estaban ocupados en las lanchas, remando de firme, o navegando a vela o con los canaletes tras los cetáceos, o, en un interludio de sesenta o setenta minutos, esperando con calma su salida, aunque con poco éxito por su molestia.

En tales ocasiones, bajo un sol caído, tras de flotar todo el día por olas suaves que se hinchaban lentamente, en la lancha, ligera como una canoa de abedul, y mezclándose con tanta sociabilidad con las propias olas que, como gatos junto al fuego, ronronean contra la regala, ésos son momentos de quietud soñadora, en que, al observar la tranquila belleza y el brillo de la piel del océano uno olvida el corazón de tigre que jadea por debajo, y no querría recordar de buena gana que la zarpa de terciopelo esconde una garra inexorable. Ésas son las ocasiones en que, en la ballenera, el vagabundo siente suavemente respecto al mar cierto sentimiento filial, confiado, como si fuera tierra, y lo considera como si fuera tierra florida, y el barco lejano que sólo muestra los topes de los palos, parece esforzarse en su avance, no a través de altas olas balanceantes, sino a través de la hierba de una pradera ondulante, igual que cuando los caballos de los emigrantes del Oeste muestran sólo las orejas aguzadas mientras que cuerpos ocultos vadean ampliamente a través del verdor desconcertante.

En esos extensos valles vírgenes, en esas laderas suavemente azuladas, mientras por encima se desliza el zumbido, el susurro, casi juraríais que hay niños, cansados de jugar, tendidos a dormir en esas soledades, en algún alegre mayo, mientras buscaban las flores de los bosques. Y todo eso se mezcla con vuestro humor místico, de tal modo que realidad y fantasía, encontrándose a medio camino, se interpenetran y forman un conjunto inconsútil.

Tales escenas suavizadoras, por más que pasajeras, no dejaron de producir al fin un efecto igualmente pasajero sobre Ahab. Pero si las secretas llaves de oro parecieron abrir en él sus secretos tesoros de oro, su aliento sobre ellos se mostró empañador.

¡Ah, claros herbosos! ¡Ah, paisajes sin fin, siempre primaverales en el alma! En vosotros —aunque largamente agotados por la sequía cerrada de la vida terrenal— en vosotros, los hombres pueden aún revolverse, como potros jóvenes en los tréboles recientes del amanecer; y durante unos pocos momentos huidizos, sentir el fresco rocío de la vida inmortal sobre ellos. ¡Ojalá quisiera Dios que duraran estas calmas benditas! Pero los mezclados y enredados hilos de la vida se tejen en trama y urdimbre; calmas cruzadas por tormentas, una tormenta por cada calma. No hay avance constante y sin retroceso en esta vida; no avanzamos a través de gradaciones fijas, descansando en la última, a través del inconsciente hechizo de la infancia, de la despreocupada fe de la niñez, de la duda de la adolescencia (el destino común), luego el escepticismo, luego la incredulidad, para descansar por fin, con la virilidad, en el meditativo reposo del Si. Pero una vez atravesado todo, volvemos a trazar el círculo; y eternamente somos niñitos, muchachos y hombres, y Si. ¿Dónde se encuentra el puerto final, de donde ya no soltaremos amarras? ¿En qué extático éter navega el mundo de que no se fatigará ni el más fatigado? ¿Dónde está escondido el padre del expósito? Nuestras almas son como esos huérfanos cuyas madres solteras murieron al parirles: el secreto de nuestra paternidad yace en su tumba, y tenemos que ir a ella para saberlo.

Y en ese mismo día, también mirando desde el costado en su lancha a ese mismo mar dorado, Starbuck exclamó en voz baja:

—¡Delicia insondable, como ningún amador vio jamás en los ojos de su joven esposa! No me hables de tus tiburones con varias filas de dientes, y tus maneras canibalescas y secuestradoras. Que la fe expulse a los hechos; que la fantasía expulse a la memoria; yo miro a lo hondo y creo.

Y Stubb, como un pez de escamas centelleantes, saltó en la misma luz dorada:

—Soy Stubb, y Stubb tiene su historia; ¡pero ahoraStubb presta juramento de que siempre ha sido alegre! 

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora