XXVII. Caballeros y escuderos

326 24 0
                                    

El segundo oficial era Stubbs. Era natural de Cabo Cod, y por ello, según el uso local, se le llamaba un «cabocodense». Despreocupado, ni cobarde ni valiente, tomando los peligros según venían, con aire indiferente, y, mientras se ocupaba en las crisis más apremiantes de la persecución, despachando el trabajo, tranquilo y concentrado como un carpintero ambulante contratado para el año. Bienhumorado, tranquilo y descuidado, presidía su barco ballenero como si el encuentro más peligroso no fuera más que una cena, y la tripulación, sus comensales invitados. Era tan meticuloso en cuanto a los arreglos de comodidad de su parte de embarcación como un viejo cochero de diligencia en cuanto a lo confortable de su pescante.

Al acercarse a la ballena, en el mismísimo apretón mortal de la pelea, manejaba su inexorable arpón con frialdad y al desgaire, como un hojalatero que silba mientras martilla. Canturreaba sus viejas melodías de rigodón mientras estaba flanco a flanco del más furioso monstruo. La larga costumbre, para este Stubbs, había convertido las fauces de la muerte en una butaca.

No hay modo de saber qué pensaba de la muerte misma. Podría preguntarse si alguna vez pensaba en ella, en absoluto, pero si alguna vez inclinaba su mente hacia ese lado, después de una grata comida, no hay duda de que, como buen marinero, la consideraba como una especie de llamada de guardia para salir a cubierta y ocuparse allí en algo que ya vería qué era cuando obedeciera la orden, pero no antes.

Lo que quizá, con otras cosas, hacía de Stubbs un hombre tan tranquilo y sin miedo, tan alegre al llevar adelante la carga de la vida por un mundo lleno de serios vendedores ambulantes, curvados todos ellos hacia el suelo con sus fardos; lo que ayudaba a producir aquel buen humor suyo, casi impío, debía de ser su pipa. Pues, igual que su nariz, su pequeña pipa, corta y negra, era uno de los rasgos habituales de su cara. Casi habría sido más fácil esperar que saliera de su litera sin nariz antes que sin pipa. Tenía allí, dispuestas y cargadas, toda una fila de pipas, metidas en una espetera, al fácil alcance de la mano; y siempre que se acostaba, las fumaba todas seguidas, encendiendo una con otra hasta el fin de la serie, y luego volviéndolas a cargar para que estuvieran de nuevo dispuestas. Pues cuando se vestía, Stubbs se ponía la pipa en la boca antes de meter las piernas en los pantalones.

Digo que este modo continuo de fumar debía de ser, por lo menos, una causa de su disposición peculiar, pues todos saben que este aire terrenal, en tierra o a flote, está terriblemente infectado de las miserias sin nombre de los innumerables mortales que han muerto respirándolo; y del mismo modo que, en épocas de cólera, algunos andan con un pañuelo alcanforado en la boca, igualmente el tabaco de Stubbs podría actuar como una especie de agente desinfectante contra todas las tribulaciones mortales.

El tercer oficial era Flask, natural de Tisbury, en Martha's Vineyard. Un joven rechoncho, robusto y rubicundo, muy belicoso en cuanto a las ballenas, que parecía pensar, no sé por qué, que los grandes leviatanes le habían afrentado de modo personal y hereditario; y por consiguiente, para él era punto de honor destruirlos siempre que los encontrara. Tan absolutamente perdido estaba para todo sentido de reverencia hacia las muchas maravillas de su majestuosa mole y sus místicas maneras, y tan insensible a nada parecido a la conciencia de ningún peligro posible en su encuentro, que, en su pobre opinión, la prodigiosa ballena era sólo una especie de ratón o, por lo menos, de rata de agua vista con aumento, que requería sólo un pequeño rodeo y alguna ligera aplicación de tiempo y molestia para matarla y cocerla. Esta falta de temor, inconsciente e ignorante, le hacía un poco jocoso en cuestión de ballenas; perseguía a estos peces por divertirse, y un viaje de tres años doblando el cabo de Hornos era sólo una broma divertida que duraba todo ese tiempo. Así como los clavos del carpintero se dividen enforjados y cortados, la humanidad se puede dividir de modo semejante. El pequeño Flask era de los forjados, hecho para apretar bien y durar mucho. Le llamaban «Puntal» a bordo del Pequod, porque en su forma se le podía comparar muy bien a esa pieza de proa, corta y cuadrada, conocida por tal nombre en los balleneros árticos y que, por medio de numerosas tablas laterales que irradian insertas en ella, sirve para reforzar el barco contra los hielos que golpean en aquellos agitados mares.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora