XIII. Carretilla

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A la mañana siguiente, lunes, después de deshacerme de la cabeza embalsamada dándosela a un barbero como maniquí para pelucas, arreglé mi cuenta y la de mi compañero, si bien usando el dinero de mi compañero. El sonriente posadero, así como los huéspedes, parecían sorprendentemente divertidos por la repentina amistad que había surgido entre Queequeg y yo; sobre todo, dado que las historias exageradas de Peter Coffin sobre él me habían alarmado tanto previamente sobre la misma persona que ahora era mi compañero.

Pedimos prestada una carretilla, y embarcando nuestras cosas, incluido mi pobre saco de viaje, y el saco de lona y la hamaca de Queequeg, bajamos al Musgo, la pequeña goleta de línea amarrada en el muelle. A nuestro paso, la gente se quedaba mirando; no tanto por Queequeg —pues estaban acostumbrados a ver caníbales como él en sus calles—, cuanto por vernos a él y a mí en términos de tanta confianza. Pero no les hicimos caso y seguimos adelante empujando la carretilla por turno, mientras Queequeg se paraba de vez en cuando a ajustar la vaina en la punta del arpón. Le pregunté por qué bajaba a tierra consigo una cosa de tanto estorbo, y si todos los barcos balleneros no se buscaban sus propios arpones. A eso contestó, en sustancia, que aunque lo que yo sugería era bastante cierto, sin embargo, él tenía un afecto particular a su propio arpón, porque era de material seguro, bien probado en muchos combates a muerte, y en profunda intimidad con los corazones de las ballenas. En resumen, como muchos segadores y recolectores que entran en los prados del granjero armados con sus propias guadañas, aunque no están en absoluto obligados a proporcionarlas, también Queequeg, por sus motivos particulares, prefería su propio arpón.

Cambiando la carretilla de mis manos a las suyas, me contó una divertida historia sobre la primera carretilla que había visto. Fue en Sag Harbour. Los propietarios de su barco, al parecer, le habían prestado una para llevar su pesado baúl a la posada. Para no parecer ignorante sobre la cosa, aunque en realidad lo era por completo en cuando al modo exacto en que manejar la carretilla, Queequeg puso el baúl encima, lo ató sólidamente, y luego se echó al hombro la carretilla y se fue por el muelle arriba.

—Vaya —dije yo—, Queequeg, podrías haberlo entendido mejor, cualquiera diría. ¿No se rió la gente?

Con esto, me contó otra historia. La gente de su isla de Rokovoko, al parecer, en sus fiestas de boda exprimen la fragante agua de los cocos tiernos en una gran calabaza pintada, como una ponchera; y esta ponchera siempre forma el gran ornamento central en la estera trenzada donde se tiene la fiesta. Ahora bien, cierto grandioso barco mercante tocó una vez en Rokovoko, y su capitán —según todas las noticias, un caballero muy solemne y puntilloso, al menos para ser capitán de marina— fue invitado a la fiesta de boda de la hermana de Queequeg, una bonita y joven princesa que acababa de cumplir los diez años. Bueno, cuando todos los invitados estuvieron reunidos en la cabaña de bambú de la novia, entra el capitán, y al serie asignado el puesto de honor, se coloca frente a la ponchera y entre el Sumo Sacerdote y su majestad el Rey, el padre de Queequeg. Dichas las bendiciones —pues esa gente tiene sus bendiciones, igual que nosotros, si bien Queequeg me dijo que, al contrario que nosotros, que en tales momentos bajamos la vista a los platos, ellos, imitando a los patos, levantan la mirada al Gran Dador de todas las fiestas—, dichas las bendiciones, pues, el Sumo Sacerdote comienza el banquete con la ceremonia inmemorial de la isla; esto es, metiendo sus consagrados y consagradores dedos en la ponchera, antes que circule el bendito brebaje. Al verse colocado junto al Sacerdote, y notando la ceremonia, y considerándose —como capitán de barco— en franca precedencia sobre un mero rey isleño, sobre todo en la propia casa del rey, el capitán empezó fríamente a lavarse las manos en la ponchera, tomándola, supongo, por un gran aguamanil.

—Entonces —dijo Queequeg—, ¿qué pensar ahora? ¿No se rió nuestra gente?

Al fin, pagado el pasaje, y en seguridad el equipaje, estuvimos a bordo de la goleta, que, izando vela, se deslizó por el río Acushnet abajo. Por un lado, New Bedford se elevaba en calles escalonadas, con sus árboles cubiertos de nieve destellando todos en el aire claro y frío. Grandes cerros y montañas de barriles sobre barriles se apilaban en los muelles, y los barcos balleneros, que recorrían el mundo, estaban uno junto a otro silenciosos por fin y amarrados con seguridad, mientras de otros salía un ruido de forjas y carpinteros y toneleros, con mezcla de ruido de forjas y fuegos para fundir la pez, todo ello anunciando que se preparaban nuevos cruceros; terminado un peligrosísimo y largo viaje, sólo empieza otro, y terminado éste, sólo empieza un tercero, y así sucesivamente, para siempre amén. Eso es, en efecto, lo intolerable de todo esfuerzo terrenal.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora