En el tumultuoso asunto de descuartizar una ballena y ocuparse de ella, hay mucho que correr de un lado a otro, para la tripulación. Unas veces hacen falta hombres aquí, y otras veces hacen falta allá. No hay modo de quedarse en un solo sitio, pues al mismo tiempo hay que hacerlo todo en todas partes. Mucho de eso le ocurre al que intenta describir la escena. Ahora tenemos que desandar nuestro camino un poco. Se mencionó que al romper por primera vez la superficie en el lomo de la ballena, el gancho de la grasa se insertó en el agujero cortado previamente allí por las azadas de los oficiales. Pero ¿cómo quedó fijada en ese agujero una masa tan torpe y pesada como ese gancho? La insertó allí mi particular amigo Queequeg, quien, como arponero, tenía la obligación de bajar al lomo del monstruo con el propósito especial a que se ha aludido. Pero en muchos casos, las circunstancias requieren que el arponero se quede en la ballena hasta que concluya toda la operación del desollamiento o despojo. La ballena, ha de observarse, se encuentra casi enteramente sumergida, excepto las partes inmediatas sobre las que se opera. Así que allá abajo el pobre arponero da vueltas y vacila, mitad en la ballena y mitad en el agua, mientras la vasta mole gira debajo de él como un molino de rueda de escalones. En la ocasión a que aludimos, Queequeg lucía el traje escocés, o sea, una camisa y calcetines, en que, al menos a mis ojos, aparecía extraordinariamente favorecido; y nadie tuvo mejor ocasión de observarle, como se va a ver.
Por ser yo el hombre de proa de este salvaje, esto es, la persona sentada en el remo de proa de su lancha (el segundo de delante), me correspondía el grato deber de ayudarle mientras él hacía aquel pataleante gateo sobre el lomo de la ballena muerta. Habréis visto a los organilleros italianos sosteniendo a un mono bailarín con una larga cuerda. Precisamente así, desde el abrupto costado del barco, sujetaba yo a Queequeg allá abajo en el mar, mediante lo que se llama técnicamente en la pesquería un andarivel o «cable de mono», amarrado a una recia tira de lona prendida en torno a su cintura.
Para ambos de nosotros, era un asunto humorísticamente peligroso. Pues, antes de continuar, debe decirse que el andarivel estaba sujeto por los dos extremos; sujeto al ancho cinturón de lona de Queequeg y sujeto a mi estrecho cinturón de cuero. De modo que, para bien o para mal, los dos estábamos casados por el momento, y si el pobre Queequeg se hundía para no volver a subir más, entonces, tanto la costumbre como el honor exigían que, en vez de cortar la cuerda, el andarivel me arrastrase hundiéndome en su estela. Así pues, nos unía una prolongada ligadura de siameses. Queequeg era mi inseparable hermano gemelo, y yo no podía eludir de ningún modo las peligrosas responsabilidades que implicaba aquel vínculo de cáñamo.
Tan enérgica y metafísicamente entendía yo entonces mi situación, que, mientras observaba sus movimientos con ansia, me pareció percibir con claridad que mi propia individualidad estaba ahora fundida en una sociedad comanditaria de dos; que mi libre albedrío había recibido una herida mortal, y que, en mi inocencia, el error o la desgracia de otro podía hundirme en desastre y muerte no merecidos. Por tanto, vi que allí había una especie de interregno en la Providencia, pues su equidad igualitaria jamás podría haber sancionado tan garrafal injusticia. Y sin embargo, cavilando más —a la vez que con sacudidas le sacaba de vez en cuando de entre la ballena y el barco, que amenazaban aplastarle—, cavilando más, digo, vi que esa situación mía era la situación exacta de todo mortal que alienta, sólo que, en la mayoría de los casos, de un modo o de otro, uno tiene esa conexión siamesa con una pluralidad de otros mortales. Si vuestro banquero quiebra, os hundís; si vuestro boticario, por error, os manda veneno en las píldoras, os morís. Verdad es que quizá diréis que, a fuerza de precaución, podéis escapar acaso de esas y las demás numerosas ocasiones de males en la vida. Pero, por muy atentamente que yo manejaba el andarivel de Queequeg, a veces él le daba tales sacudidas que yo estaba muy a punto de resbalar por la borda. Y tampoco me era posible olvidar que, hiciera lo que hiciera, yo no tenía más que el uso de un solo extremo.
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Moby Dick
Adventure"Moby Dick" es considerada como la más grande novela de mar que existe en la literatura de todos los tiempos y países. Independientemente de las implicaciones simbólicas y metafóricas que puedan atribuirse al capitán Ahab y a la ballena blanca, "Mo...