LXXI. La historia del Jeroboam

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La nave y la brisa avanzaban corriendo mano a mano, pero la brisa llegó antes que el barco, y pronto el Pequod empezó a balancearse. Poco a poco, a través del catalejo, las lanchas del barco desconocido y sus cofas con vigías mostraron que era un ballenero. Pero como estaba lejos a barlovento y pasaba de largo, al parecer dirigiéndose a alguna otra zona de pesca, el Pequod no podía esperar alcanzarla. Así que se izó la señal, para ver qué respuesta se daría.

Aquí ha de decirse que, igual que los navíos de la marina de guerra, los barcos de la flota ballenera americana tienen cada cual una señal propia; y todas esas señales están reunidas, llevando al lado los nombres de las respectivas naves, en un libro del que están provistos todos los capitanes. Por consiguiente, los capitanes de balleneros pueden reconocerse unos a otros en el océano, aun a distancias considerables, y con poca facilidad.

Al fin, a la señal del Pequod respondió el recién llegado izando la suya, que mostró que era el Jeroboam, de Nantucket. Braceando en cruz, recaló sobre el Pequod, se alineó a través a sotavento de nuestro barco, y arrió un bote, que pronto estuvo cerca, pero cuando se preparaba la escalerilla, por orden de Starbuck, para uso del capitán visitante, el forastero en cuestión agitó la mano desde la proa del bote en señal de que era enteramente inútil esa medida. Resultó que el Jeroboam tenía una epidemia maligna a bordo, y que su capitán, Mayhew, tenía miedo de contagiar a la tripulación del Pequod. Pues, aunque él mismo y la tripulación del bote permanecían sanos y aunque su barco estaba a medio tiro de rifle, con un mar y un aire incorruptibles meciéndose y soplando por entre medias, sin embargo, en concienzudo cumplimiento de la tímida cuarentena de los puertos, rehusó de modo perentorio entrar en contacto directo con el Pequod.

Pero esto no impidió en modo alguno toda comunicación. Con un intervalo de unas pocas yardas entre él mismo y el barco, el bote del Jeroboam, usando de vez en cuando los remos, se las arregló para mantenerse paralelo al Pequod, que se movía pesadamente por el mar (pues para entonces soplaba viento fresco), con la gavia en facha; aunque, desde luego, a veces la lancha era empujada a cierta distancia por el empuje súbito de una gran ola, pero pronto la llevaban hábilmente otra vez a su sitio propio. Sujeta a esto, y a otras interrupciones semejantes de vez en cuando, se sostenía entre ambas partes una conversación, pero, de vez en cuando, con alguna otra interrupción de especie muy diversa.

Entre los remeros de la lancha del Jeroboam había un hombre de aspecto singular, aun para esa salvaje vida ballenera donde las peculiaridades individuales componen todas las totalidades. Era un hombre bajo, rechoncho, de aspecto juvenil, con toda la cara salpicada de pecas y con abundante pelo amarillo. Le envolvía una levita de largos faldones y de corte cabalístico, de desteñido color castaño, con las rebosantes mangas remangadas en las muñecas. En sus ojos había un profundo y fanático delirio fijo.

Tan pronto como se señaló por primera vez esta figura, Stubb exclamó:

—¡Es él, es él! ¡Aquel bufón de ropas holgadas de que nos habló la tripulación del Town-ho!

Stubb aludía aquí a una extraña historia contada sobre el Jeroboam y sobre cierto marinero de su tripulación algún tiempo antes, cuando el Pequod habló con el Town-ho. Según este relato y lo que se supo posteriormente, parecía que el bufón en cuestión había alcanzado un ascendiente asombroso sobre casi todos los del Jeroboam. Su historia era ésta:

Se había criado entre la loca compañía de los Shakers de Neskyeuna donde había sido un gran profeta; en sus dementes reuniones secretas había descendido varias veces del cielo por una trampilla, anunciando la pronta apertura del séptimo cáliz, un frasco que llevaba en el bolsillo del chaleco, pero que, en vez de contener pólvora, se suponía que estaba cargado de láudano. Al apoderarse de él un extraño antojo apostólico, dejó Neskyeuna por Nantucket, donde, con la astucia propia de la locura, asumió un aspecto tranquilo y sensato, y se ofreció como bisoño para el viaje ballenero del Jeroboam. Le enrolaron, pero en cuanto el barco dejó de estar a la vista de tierra, brotó su demencia en inundación. Se proclamó como el arcángel Gabriel, y ordenó al capitán que saltara por la borda. Publicó su manifiesto, en que se presentaba como el liberador de las islas del mar y vicario general de toda la Oceánida. La inflexible seriedad con que declaraba estas cosas, el oscuro y atrevido juego de su excitada imaginación insomne, y todos los terrores preternaturales del delirio auténtico se unieron para revestir a Gabriel de una atmósfera de sacralidad en las mentes de la mayoría de la ignorante tripulación. Además, le tenían miedo. Sin embargo, como un hombre así no era de gran utilidad en el barco, sobre todo porque rehusaba trabajar cuando se le antojaba, el incrédulo capitán deseaba deshacerse de él; pero al darse cuenta de que la intención de ese individuo era desembarcarle en el primer puerto conveniente, el arcángel abrió inmediatamente todos sus sellos y cálices, entregando al barco y a todos los marineros a la perdición incondicional en el caso de que se llevara a cabo ese designio. Tan fuertemente influyó en sus discípulos de la marinería, que por fin se presentaron en corporación al capitán y le dijeron que si se echaba a Gabriel del barco, no se quedaría ni uno de ellos. Por consiguiente, el capitán se vio obligado a abandonar su plan. Y tampoco habían de permitir que Gabriel fuese maltratado, dijera o hiciera lo que quisiera, de modo que acabó por ocurrir que Gabriel tuvo completa libertad en la nave. La consecuencia de todo ello fue que al arcángel no le importaban ni poco ni mucho el capitán y los oficiales; y desde que se declaró la epidemia, tenía mayor dominio que nunca, declarando que la plaga, como él la llamaba, estaba a su mando solamente, y no se evitaría sin su beneplácito. Los marineros, en su mayor parte pobres diablos, se rebajaron y algunos de ellos le adulaban, rindiéndole a veces homenaje personal como a un dios, en obediencia a sus instrucciones. Tales cosas pueden parecer increíbles, pero son verdaderas por más que sorprendan. Y la historia de esos fanáticos, si se tiene en cuenta el desmedido autoengaño del propio fanático, no es ni la mitad de sorprendente que su desmedido poder de engañar y endemoniar a tantos otros. Pero es hora de volver al Pequod.

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