LXXXVIII. Escuela s y Maestros

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El capítulo anterior dio cuenta de un inmenso grupo o manada de cachalotes, y también se indicó entonces la causa probable de esas vastas reuniones.

Ahora, aunque se encuentren a veces tan grandes agrupaciones, sin embargo, como hemos visto, aun en los días presentes, de vez en cuando se observan pequeñas bandas separadas que abarcan de veinte a cincuenta individuos cada una. Esas bandas se llaman escuelas. Suelen ser de dos especies: las compuestas casi enteramente de hembras, y las que no presentan sino vigorosos machos, o «toros», como se designan vulgarmente.

En caballeresco acompañamiento a la «escuela» de hembras, se ve sin falta un macho de adulta magnitud, pero no viejo, que, ante cualquier alarma, evidencia su valentía poniéndose a retaguardia para cubrir la retirada de sus damas. En verdad, ese caballero es un lujurioso otomano que nada por el mundo acuático rodeado de la compañía de todos los solaces y deleites del harén. Es llamativo el contraste entre este otomano y sus concubinas, porque, mientras él es siempre de las mayores proporciones leviatánicas, las damas, aun plenamente crecidas, no tienen más de un tercio de un macho de tamaño natural. En efecto, son relativamente delicadas; me atrevo a decir que no tienen más de media docena de yardas de cintura. Con todo, no se puede negar que en conjunto son propensas por herencia al en bon point.

Es muy curioso observar a este harén y a su señor en sus vagabundeos indolentes. Como gente elegante, siempre están en marcha en búsqueda ociosa de variedad. Se les encuentra en el ecuador a tiempo para la plena floración de la temporada de nutrición ecuatorial, quizá recién regresados de pasar el verano en los mares del Norte, donde han evitado toda la desagradable fatiga y calurosidad del estío. Una vez que han dado vueltas ociosamente por el paseo del ecuador, se ponen en marcha hacia las aguas orientales, en previsión de la época fresca de allí, para evitar otra temporada de temperatura excesiva en el año.

Cuando avanzan serenamente en uno de esos viajes, si se ve alguna visión extraña y sospechosa, mi señor cachalote no quita su atenta mirada de su interesante familia. Si algún joven leviatán, imprevisiblemente atrevido, al pasar por ese camino, pretende acercarse en proximidad confidencial a alguna de las damas, ¡con qué prodigiosa furia le asalta el Pachá y le hace alejarse! Estaría bueno, desde luego, que a jóvenes libertinos sin principios, como él, se les permitiera invadir el santuario de la felicidad doméstica, aunque, haga lo que quiera el Pachá, no puede evitar que el más conocido Lothario entre en su lecho, pues, ¡ay!, el lecho de todos los peces es común. Así como en tierra las damas causan a menudo los más terribles duelos entre sus admiradores rivales, igual ocurre con los cachalotes, que a veces entran en mortal batalla, y todo por amor. Esgrimen con sus largas mandíbulas inferiores, a veces prendiéndolas una en otra, y luchando así por la supremacía como alces que entretejen los cuernos en su lucha. Se capturan no pocos que llevan las profundas cicatrices de esos encuentros: cabezas surcadas, dientes rotos, aletas cortadas, y, en algunos casos, bocas retorcidas y dislocadas.

Pero suponiendo que el invasor de la felicidad doméstica se marche al primer ataque del señor del harén, es entonces muy divertido observar a dicho señor. Gentilmente vuelve a introducir entonces su vasta mole entre ellas y se complace allí, atormentando al modo de Tántalo al joven Lothario, como el piadoso Salomón adorado devotamente entre sus mil concubinas. Mientras haya otros cetáceos a la vista, los pescadores raramente darán caza a Uno de esos «grandes turcos», pues tales «grandes turcos» son muy pródigos de su energía, y por tanto, su grasa es muy escasa. En cuanto a los hijos e hijas que engendran, tales hijos e hijas deben ocuparse de ellos mismos; al menos, sólo con la ayuda maternal. Pues como ciertos otros amadores omnívoros y vagabundos que podrían nombrarse, mi señor cachalote no tiene gran afición al cuarto de los niños, por más que la tenga a la alcoba; y así, siendo gran viajero, deja sus niños anónimos por todo el mundo, todos ellos exóticos. En su debido momento, sin embargo, al declinar el ardor de la juventud, al crecer los años y las melancolías, al imponer la reflexión sus solemnes pausas, en resumen, al invadir una laxitud general al saciado turco, entonces el amor a la comodidad y a la virtud sustituye al amor a las doncellas; nuestro otomano entra en la fase impotente, arrepentida y admonitoria de la vida, abjura y se desprende del harén, y convertido en una buena alma ejemplar y malhumorada, marcha en soledad por todos los océanos, rezando sus oraciones y amonestando a todo joven leviatán contra sus amorosos errores.

Ahora, dado que el harén de cetáceos es llamado «escuela» por los pescadores, el señor y amo de esa escuela ha de conocerse técnicamente por el «maestro». Por tanto, no es cosa de carácter estricto, por más que sea admirablemente satírico, que después de haber ido él mismo a la escuela, vaya luego por ahí inculcando, no lo que aprendió allí, sino la locura que es eso. Su título de maestro parecería muy naturalmente derivado del nombre concedido al propio harén, pero algunos han supuesto que el hombre que por primera vez tituló así a esa suerte de cetáceo turco debía haber leído las memorias de Vidocq, informándose de qué clase de maestro rural fue en su juventud ese famoso francés, y cuál fue la naturaleza de las ocultas lecciones que dio a algunos de sus alumnos.

La misma soledad y aislamiento en que se encierra el cachalote maestro en sus años avanzados, es propia de todos los cachalotes ancianos. Casi universalmente, un cachalote solo —como se llama al leviatán solitario— resulta ser anciano. Como el venerable Daniel Boone de la barba musgosa, no tiene nadie a su lado sino la propia naturaleza, y a ésta toma por esposa en la soledad de las aguas; y ella es la mejor de las esposas, aunque guarde tantos secretos malhumorados. Las «escuelas» compuestas sólo de machos jóvenes y vigorosos, antes mencionadas, ofrecen un fuerte contraste con las «escuelas» harenes.

Pues mientras los cachalotes hembras son característicamente tímidos, los jóvenes machos, o «toros de cuarenta barriles», como se les llama, son, con mucho, los más peleones de los leviatanes, y proverbialmente, los más peligrosos de afrontar, excepto esos sorprendentes cetáceos encanecidos y de mezclilla, que a veces se encuentran, y que luchan contra uno como feroces demonios exasperados por una gota dolorosa.

Las «escuelas» de toros de cuarenta barriles son mayores que las «escuelas» harenes. Como masas de jóvenes colegiales, están llenas de peleas, bromas y maldad, dando tumbos por el mundo a una velocidad tan desenfrenada y agitada, que ningún asegurador prudente les aseguraría más que a un travieso muchacho de Yale o Harvard. Pero pronto abandonan esa turbulencia, y cuando crecen hasta los tres cuartos, se dispersan y van cada cual por su lado en busca de acomodos, es decir, de harenes.

Otro punto de diferencia entre las «escuelas» de machos y hembras es aún más típica de los sexos. Digamos que herís a un toro de cuarenta barriles: ¡pobre diablo!, todos sus compañeros le abandonan. Pero herid a una de las que forman la «escuela» harén, y sus compañeras nadarán a su alrededor con todas las señales del interés, a veces deteniéndose tan cerca de ella y por tanto tiempo que acaban por ser víctimas ellas mismas.  

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