LXXXVII. La gran armada

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La larga y estrecha península de Malaca, extendiéndose al sudeste de los territorios de Birmania, forma el extremo más meridional de toda Asia. En línea continua, desde esta península, se extienden las largas islas de Sumatra, Java, Bali y Timor, las cuales, con otras muchas, forman una vasta mole o bastión que conecta a lo largo de Asia con Australia, y separa el océano Índico, ininterrumpido en tanta extensión, de los archipiélagos orientales, densamente tachonados. Ese bastión está traspasado por varias surtidas, para uso de barcos y ballenas, entre las cuales destacan los estrechos de la Sonda y de Malaca. Principalmente, el estrecho de la Sonda es por donde los barcos que se dirigen a China desde el oeste emergen hacia los mares de la China.

El angosto estrecho de la Sonda separa a Sumatra de Java, y, situado a medio camino en este vasto bastión de islas, con el contrafuerte del atrevido promontorio verde que los navegantes llaman cabo de Java, se parece no poco a la puerta central abierta a un imperio con grandes murallas. Y si se considera la inagotable riqueza de especias, de sedas, joyas, oro y marfil con que se enriquecen esas mil islas del mar oriental, parece una previsión significativa de la naturaleza que tales tesoros, por la misma disposición de la tierra, tengan al menos el aspecto, aunque sin eficacia, de estar guardados del rapaz mundo occidental. Las orillas del estrecho de la Sonda carecen de esas fortalezas dominadoras que guardan las entradas del Mediterráneo, del Báltico y de la Propóntide. A diferencia de los daneses, esos orientales no exigen el obsequioso homenaje de que arríen las gavias la interminable procesión de barcos que, viento en popa, a lo largo de siglos, de noche o de día, pasan entre las islas de Sumatra y Java, cargados con los más costosos cargamentos del oriente. Pero aunque renuncian libremente a semejante ceremonial, no renuncian en absoluto a su exigencia de un tributo más sólido. Desde tiempos inmemorables, las proas piratescas de los malayos, acechando entre las bajas sombras de las calas e islotes de Sumatra, han zarpado contra las embarcaciones que navegaban por el estrecho, y han exigido tributo a punta de espada. Aunque los repetidos castigos sangrientos que han recibido de manos de navegantes europeos recientemente han reprimido algo la audacia de estos corsarios, sin embargo, aun en los días presentes, oímos hablar de vez en cuando de barcos ingleses y americanos que en esas aguas han sido abordados y saqueados sin remordimientos.

Con un buen viento fresco, el Pequod se acercaba ahora a ese estrecho. Ahab tenía el propósito de pasar por él al mar de Java, y desde allí, en travesía hacia el norte, por aguas que se sabe que de vez en cuando frecuentan los cachalotes, pasar a lo largo de las islas Filipinas y ganar la lejana costa del Japón, a tiempo de la gran temporada de ballenería que allí habría. Por esos medios, el Pequod, en su circunnavegación, recorrería casi todas las zonas de pesquería ballenera conocidas en el mundo, antes de acercarse al ecuador en el Pacífico, donde Ahab, aunque se le escapara a su persecución en todos los demás sitios, contaba firmemente con dar batalla a Moby Dick en el mar que se sabía que frecuentaba más, y en una época en que podía suponerse del modo más razonable que andaría por allí.

Pero ¿ahora qué? En esta búsqueda en círculo, ¿Ahab no toca tierra? ¿Su tripulación bebe aire? Seguramente se detendrá por agua. No. Hace mucho tiempo ya que el sol, corriendo en su circo, va en carrera por su feroz anillo, y no necesita más sustento sino lo que hay en sí mismo. Así hace Ahab. Observad esto, también, en el ballenero. Mientras otros cascos van sobrecargados de materia ajena, para ser trasladada a muelles extranjeros, el barco ballenero, errando por el mundo, no lleva más carga que él mismo y la tripulación, sus armas y sus cosas necesarias. Tiene todo el contenido de un lago embotellado en su amplia sentina. Va lastrado de cosas útiles, y no, en absoluto, de inutilizable plomo en lingotes y enjunque. Lleva en sí años de agua; vieja y clara agua selecta de Nantucket, que, al cabo de tres años a flote, el hombre de Nantucket, en el Pacífico, prefiere beber, mejor que el salobre fluido, sacado el día antes en barriles, de los ríos peruanos o chilenos. De aquí que, mientras otros barcos quizá hayan ido de China a Nueva York, y vuelta, tocando en una veintena de puertos, el barco ballenero, en ese intervalo, tal vez no ha avistado un solo grano de tierra, y su tripulación no ha visto más hombres que otros navegantes a flote como ellos mismos. Así que si les dierais la noticia de que había llegado otro diluvio, ellos sólo contestarían:

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