CXIX. Las candelas

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Los climas más cálidos ocultan las más crueles garras: el tigre de Bengala se esconde en perfumados bosquecillos de verdor incesante. Los cielos más refulgentes no son sino un cesto de los más letales truenos; la espléndida Cuba conoce ciclones que jamás barren los mansos países norteños. Así también ocurre que en esos resplandecientes mares del Japón el navegante encuentra la más terrible de todas las tormentas, el tifón. A veces estalla desde ese cielo sin nubes, como una bomba que estalla sobre una ciudad deslumbrada y soñolienta.

Hacia la caída de la tarde de ese día, el Pequod tenía desgarrado el velamen, y quedó a palo seco para combatir contra un tifón que le había golpeado directamente de cara. Cuando llegó la tiniebla, el cielo y el mar rugían y se partían de truenos, y destellaban rayos que mostraban los palos inutilizados, ondeando acá y allá los jirones que la primera furia de la tempestad había dejado para divertirse después.

Agarrado a un obenque, Starbuck estaba en el alcázar, y a cada destello de los rayos miraba arriba para ver qué nuevo desastre podría haber ocurrido entre los intrincados aparejos de allá, mientras Stubb y Flask dirigían a los marineros que izaban más alto y amarraban más firme las lanchas. Pero todos sus trabajos parecían inútiles. Aunque elevada hasta el extremo de sus pescantes, la lancha de popa a sotavento (la de Ahab) no se salvó. Una gran ola levantada, lanzándose desde muy alto contra el elevado costado del barco tambaleante, destrozó el fondo de la lancha por la popa, y la dejó luego toda goteante como un cedazo.

—¡Mal trabajo, mal trabajo! Señor Starbuck —dijo Stubb, contemplando la ruina—: el mar se saldrá con la suya. Stubb, por su parte, no puede pelear con él. Ya ve, señor Starbuck, una ola tiene mucha carrerilla tomada antes de saltar; corre alrededor del mundo entero, ¡y luego viene el salto! En cambio por mi parte, toda la carrerilla que puedo tomar contra ella es sólo a lo largo de esta cubierta. Pero no importa: todo es en broma: así dice la vieja canción (canta):

—Oh, qué alegre es la tormenta;

la ballena está contenta

su gran cola al agitar,

qué gracioso, hermoso gozoso, mimoso, cariñoso es el

mar, es el mar, es el mar.

El nublado va volando,

con un solo golpe blando

tanta espuma al levantar,

qué gracioso, hermoso, gozoso, mimoso, cariñoso es el

mar, es el mar, es el mar.

El trueno parte la nave,

se relame y bien le sabe

al probar ese manjar,

qué gracioso, hermoso, gozoso, mimoso, cariñoso es el

mar, es el mar, es el mar.

—Basta, Stubb —gritó Starbuck—: que cante el tifón, y que toque el arpa en nuestras jarcias, pero usted, si es hombre valiente, estése callado.

—Pero yo no soy valiente; nunca he dicho que fuera valiente: soy cobarde, y canto para no perder el ánimo. Y le diré lo que pasa, señor Starbuck: no hay modo de parar mi canción en este mundo, sino cortándome el cuello. Y una vez hecho eso, apuesto diez a uno que le cantaré de remate un himno de acción de gracias.

—¡Loco! Mire por mis ojos, si no los tiene usted.

—¡Qué! ¿Cómo puede, en una noche oscura, ver mejor que otro, por tonto que sea?

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora