XVI. El barco

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En la cama preparamos nuestros planes para el día siguiente.

Pero, para mi sorpresa y no escasa preocupación, Queequeg me dio a entender entonces que había consultado diligentemente a Yojo —nombre de su diosecillo negro— y Yojo le había dicho dos o tres veces seguidas, insistiendo en ello por todos los medios, que, en vez de ir juntos entre la flota ballenera surta en el puerto y elegir de acuerdo nuestra embarcación, en vez de eso, digo, Yojo había indicado con empeño que la elección del barco debería recaer enteramente en mí, dado que Yojo se proponía sernos propicio, y, para hacerlo así, ya había puesto sus miras en una nave que yo, Ismael, si me dejaban solo, infaliblemente elegiría, igual en todo como si hubiera salido por casualidad; y que debía embarcarme inmediatamente en esa nave, sin ocuparme por el momento de Queequeg.

He olvidado señalar que, en muchas cosas, Queequeg ponía gran confianza en la excelencia del juicio de Yojo y en su sorprendente previsión sobre las cosas, y que apreciaba a Yojo con estima considerable, como un tipo de dios bastante bueno, que quizá tenía intenciones suficientemente propicias en conjunto, pero que no conseguía en todos los casos sus designios benévolos.

Ahora, en cuanto al plan de Queequeg, o mejor dicho de Yojo, respecto a la elección de nuestro barco, ese plan no me gustaba en absoluto. Yo había confiado no poco en la sagacidad de Queequeg para indicar el ballenero más adecuado para transportarnos con seguridad a nosotros y nuestros destinos.

Pero como todas mis protestas no produjeron efecto en Queequeg, me vi obligado a asentir, y en consecuencia, me dispuse a ocuparme de este asunto con un vigor y una energía decidida y un tanto precipitada, que rápidamente arreglaría ese insignificante asuntillo. Al día siguiente por la mañana, dejando a Queequeg encerrado con Yojo en nuestra pequeña alcoba (pues parecía que ese día era para Queequeg y Yojo una especie de Cuaresma o Ramadán, o día de ayuno, humillación y oración; de qué modo, jamás lo pude averiguar, pues, aunque me puse a ello varias veces, nunca pude dominar su liturgia y sus Treinta y Nueve Artículos); dejando, pues, a Queequeg en ayuno con su pipa-hacha, y a Yojo al calor de su fuego sacrificial de virutas, salí a dar una vuelta entre los barcos. Tras de mucho y prolongado rondar y muchas preguntas al azar, supe que había tres barcos que salían para viajes de tres años: La Diablesa, El Bocadito y el Pequod. No sé el origen de lo de Diablesa; de Bocadito, es evidente; Pequod sin duda se recordará que era el nombre de una célebre tribu de indios de Massachusetts, ahora tan extinguidos como los antiguos medas. Observé y aceché en torno al Diablesa; desde éste pasé de un salto al Bocadito; y finalmente, entrando a bordo del Pequod, miré un momento alrededor y decidí que éste era el barco que nos hacía falta.

Por mi parte, podréis haber visto muchas embarcaciones extrañas; lugares de pie cuadrados; montañosos juncos japoneses; galeotas como cajas de manteca, y cualquier cosa; pero creedme bajo mi palabra que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma extraña y vieja Pequod Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él y con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y coloreado por los climas, en los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como un granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia.

Su venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos —cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos originarios habían salido por la borda en una galerna—, sus palos se erguían rígidamente como los espinazos de los tres antiguos Reyes en Colonia. Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa venerada por los peregrinos de la catedral de Canterbury donde se desangró Beckett. Pero a todas esas sus viejas antigüedades, se añadían nuevos rasgos maravillosos, correspondientes a la loca ocupación que había seguido desde hacía más de medio siglo. El viejo capitán Peleg, durante muchos años segundo de a bordo, antes de mandar otro barco suyo, y ahora marino jubilado, y uno de los principales propietarios del Pequod; ese viejo Peleg, durante el tiempo en que fue segundo, había construido sobre su grotesco ser original, y esculpido en él, con rareza de material y de invención sólo comparable a la del escudo esculpido o la cabecera de ThorkillHake. El barco estaba engalanado como cualquier bárbaro emperador etiópico con el cuello cargado de colgajos de marfil pulido. Era un ser hecho de trofeos; un barco caníbal, embellecido con los vencidos huesos de sus enemigos. A su alrededor, sus amuradas abiertas y sin paneles estaban guarnecidas como una quijada continua, con largos dientes aguzados de cachalote insertos allí como toletes en que sujetar sus viejos tendones y ligamentos de cáñamo. Esos tendones no corrían a través de vulgares trozos de madera de tierra, sino que cruzaban hábilmente por vainas de marfil de mar. Desdeñando tener una rueda como de barrera de camino para su reverendo timón, ostentaba allí una caña; y esa caña era de una sola pieza, curiosamente esculpida en la larga y estrecha mandíbula inferior de su enemigo hereditario. El timonel que gobernara con esa caña en la tempestad, se sentiría como el tártaro que refrena su feroz corcel apretándole la mandíbula. ¡Noble embarcación, pero muy melancólica! Todas las cosas nobles están tocadas de eso mismo.

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