XI V. Nantucket

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Nada más ocurrió en la travesía digno de mencionarse, así que después de un hermoso viaje, llegamos sanos y salvos a Nantucket. ¡Nantucket! Sacad el mapa y miradlo. Mirad qué auténtico rincón del mundo ocupa: cómo está ahí, lejos, en altamar, más solitario que el faro de Eddystone. Miradlo: una mera colina y un codo de arena; todo playa, sin respaldo. Hay allí más arena de la que usaríais en veinte años como sustitutivo del papel secante. Algunos bromistas os dirán que allí tienen que plantar hasta los hierbajos, porque no crecen naturalmente; que importan cardos del Canadá; que tienen que enviar al otro lado del mar por un espiche para cegar una vía de agua en un barril de aceite; que en Nantucket se llevan por ahí trozos de madera como en Roma los trozos de la verdadera Cruz; que la gente allí planta setas delante de casa para ponerse a su sombra en verano; que una brizna de hierba hace un oasis, y tres briznas en un día de camino, una pradera; que llevan zapatos para arenas movedizas, algo así como las raquetas para los pies de los lapones; que están tan encerrados, encarcelados, rodeados por todas partes y convertidos en una verdadera isla por el océano, que hasta en sus mismas sillas y mesas se encuentran a veces adheridas pequeñas almejas, como en las conchas de las tortugas marinas. Pero esas extravagancias sólo indican que Nantucket no es ningún Illinois. Mirad ahora la notable historia tradicional de cómo esta isla fue colonizada por los pieles rojas. Así dice la leyenda: en tiempos antiguos, un águila descendió sobre la costa de New England, llevándose entre las garras un niñito indio. Con ruido sos lamentos, sus padres vieron que su hijo se perdía de vista sobre las anchas aguas. Decidieron seguirle en la misma dirección. Partiendo en sus canoas, tras de una peligrosa travesía, descubrieron la isla, y allí encontraron una vacía cajita de marfil: el esqueleto del pobre niño indio.

¿Cómo sorprenderse, entonces, de que los de Nantucket, nacidos en una playa, se hagan a la mar para ganarse la vida? Primero buscaban cangrejos y quahogs en la arena; volviéndose más atrevidos, se metieron por el agua con redes a pescar caballa; más expertos, partieron en barcos a capturar bacalaos; y por fin, lanzando una armada de grandes barcos por el mar, exploraron este acuático mundo, pusieron un incesante cinturón de circunnavegaciones en torno de él, se asomaron al estrecho de Behring, y en todas las épocas y océanos, declararon guerra perpetua a la más poderosa masa animada que ha sobrevivido el Diluvio, la más monstruosa y la más montañosa; ese himalayano mastodonte de agua salada, revestido de tal portento de poder inconsciente, que sus mismos pánicos han de temerse más que sus más valientes y malignos asaltos.

Y así esos desnudos hombres de Nantucket, esos ermitaños marinos, saliendo de su hormiguero en el mar, han invadido y conquistado el mundo acuático como otros tantos Alejandros, repartiéndose entre ellos los océanos Atlántico, Pacífico e Índico, como las tres potencias piratas lo hicieron con Polonia. Ya puede América añadir México a Texas, y apilar Cuba sobre Panamá; ya pueden los ingleses irrumpir por toda la India, y ondear su refulgente bandera desde el sol: dos tercios de este globo terráqueo son de los de Nantucket. Pues el mar es suyo, ellos lo poseen, como los emperadores sus imperios, y los demás navegantes sólo tienen derecho de tránsito por él. Los barcos mercantes no son sino puentes extensibles; los barcos armados, fuertes flotantes; incluso los piratas y corsarios, aunque siguiendo el mar como los salteadores el camino, no hacen más que saquear otros barcos, otros fragmentos de tierra como ellos mismos, sin tratar de ganarse la vida extrayendo algo de la propia profundidad sin fondo. Sólo el hombre de Nantucket reside y se agita en el mar; sólo él, en lenguaje bíblico, sale al mar en barcos, arándolo de un lado para otro como su propia plantación particular. Allí está su hogar; allí están sus asuntos, que un diluvio de Noé no interrumpiría, aunque abrumase a todos los millones de chinos. Vive en el mar como los gallos silvestres en el prado; se esconde entre las olas y trepa por ellas como los cazadores de gamuzas trepan por los Alpes. Durante años no conoce la tierra: de modo que cuando llega a ella por fin, le huele como otro mundo, más extrañamente que la luna a un terráqueo. Como la gaviota sin tierra, que al ponerse el sol pliega las alas y se duerme mecida entre las olas; así, al caer la noche, el hombre de Nantucket, sin tierra a la vista, aferra las velas y se echa a dormir, mientras bajo su misma almohada se agolpan rebaños de morsas y de ballenas.

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