Capítulo 15

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Dos años después

Amor. El amor no tenía nada que ver con esa decisión. Y no necesitó decirlo en voz alta, pues su mirada lo expresaba elocuentemente. Además, sabía que su abuela no hablaba en serio. Adelaida Zeffirelli no recomendaría una unión permanente con base en algo tan endeble e inconstante como los sentimientos. Amor, ¡ja!

–¿Amor? De verdad, abuela, ¿vas a empezar a bromear ahora?

–Entonces no entiendo qué esperas, Darío –resopló con disgusto–. Es la única hipótesis lógica que se me ocurre para explicar el por qué no te has casado aún. ¿Eres un cachorrito esperando por un milagro, no? –inquirió burlona.

–¿Una dama se expresa así? –Darío arqueó una ceja.

–En público, no. Sin embargo, a mi edad, poco importa. Y dado que tú eres mi nieto, importa aún menos. Así que explícalo Darío, ¿por qué no estás casado?

–¿En verdad es necesario que hablemos de eso ahora?

–¿Y por qué no?

–Estaba disfrutando la cena.

–La disfrutarías más, y yo también, si tuvieras a un par de herederos en la familia, ¿no piensas así?

No. Estuvo a punto de decirlo pero se mordió la lengua antes de cometer tamaña imprudencia. Si lo decía, su abuela no lo dejaría tranquilo nunca más hasta que tuviera al menos dos niños. Reprimió un escalofrío. No, no estaba listo para eso.

–Abuela, es pronto.

–¿Pronto? ¡Condenación, Darío! ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que rompiste con tu prometida? ¿Dos, tres años? –Adelaida lo miró. Dos, eran dos años, pero qué más daba–. ¿Y sabes hace cuánto tiempo ella está casada ya?

Sí, lo sabía. Hacía siete meses y dos semanas. Y no porque estuviera interesado, sino porque su abuela...

–¡Siete meses y dos semanas, Darío Zeffirelli!

Sí. Esa fecha sí que ella la conocía con precisión. Y no la olvidaba. Nunca lo haría, mientras le conviniera.

–Siete meses y dos semanas, casada. ¿Y sabes cuánto tiempo han salido?

En efecto, eso también lo sabía. Porque su abuela se encargaba de recordárselo.

–Claro, eso dependería de si quieres sumar el tiempo en que era tu prometida aún, ¿cierto?

Ahí estaba esa parte también. En la que su abuela asumía que Ciana lo había engañado durante meses. Había intentado corregir esa impresión pero era su abuela de quien hablaba, algo así no era nada fácil de lograr. Ella no admitiría que se había equivocado, ni aún si eso dejaba a su único nieto como un idiota que había sido traicionado ante los ojos de toda la sociedad italiana.

–Abuela, he perdido el apetito. ¿Puedo retirarme?

–¡Absolutamente no! Siéntate, Darío. Y soporta la verdad como un Zeffirelli.

Asintió. Y simuló escuchar, intercalando un par de interjecciones de vez en cuando. Era un truco que había perfeccionado hacía tiempo, consecuencia de haberse criado con una de las mujeres más maliciosas y rígidas del país, que adoraba que la escucharan por horas sin interrupción. Dejó salir un suspiro de alivio cuando notó que su abuela empezaba a adormilarse, lo que significaba que en unos minutos se despediría formalmente y se retiraría a dormir.

Y él podría marcharse de la Mansión Zeffirelli, que era su residencia oficial, hacia su casa, un discreto departamento al lado opuesto de la ciudad. Sí, pronto podría irse a casa de una buena vez.

Prometiendo, como de costumbre, no volverse a ablandar ante los duros chantajes telefónicos de su abuela para acudir y cenar con ella.


***

Dejó su abrigo de lado, arremangó su camisa y se dispuso retomar su trabajo. Había sido un día largo, especialmente si tomaba en cuenta como parte de sus obligaciones la cena con su abuela, que probablemente sí contaba como tal.

Centró su mirada en los documentos que debía estudiar. Una y otra vez repasó las palabras pero no lograba concentrarse. Quiso intentarlo un poco más, aunque tenía la sospecha de que no serviría de nada. Su mente no colaboraría porque su corazón no estaba puesto en lo que hacía.

Curioso que él pensara aquello pero, de un tiempo hacia el presente, empezaba a sospechar que realmente tenía un corazón y que éste es quien hacía que sus esfuerzos tuvieran sentido. Que su tenacidad y entrega estuvieran bien dirigidas hacia un propósito. Siempre había sido así, ¿no?

Creía que sí. Primero se había decidido a dejar atrás la trágica muerte de sus padres y proteger su corazón. Listo. Segundo, olvidar que alguna vez dichos padres le habían dado una hermana que también murió en el mismo accidente y a la que adoraba. Hecho. Tercero, tomar a pulso las riendas de los negocios de la familia Zeffirelli y delimitar estrictamente cada uno de los aspectos de su vida. Realizado. Cuarto, tomar una esposa y formar la familia perfecta. Eso... no tanto.

Y nadie podría decir que no lo había intentado. Lo hacía. Después de un año de romper su compromiso, él había empezado a frecuentar fiestas y asistir a los nada sutiles encuentros que su abuela arreglaba para él. Había intentado... y, una vez más, había fracasado en ese aspecto de su vida.

Ahí fue cuando empezó a cuestionarse. ¿Por qué no lo lograba? ¿Qué estaba fallando? Y, la única respuesta que surgió fue su corazón. Era así de sencillo. No estaba poniendo el corazón en lo que hacía.

Esa era la falla. Lastimosamente, era una falla que no podía arreglarse pues él no estaba dispuesto a entregar su corazón a cambio de una esposa e hijos. Oh no, no en esta vida. Si iba a hacerlo, si iba a dar herederos a los Zeffirelli, sería a su manera.

Así que lo intentó una vez más. Y volvió a fracasar. Se descubrió siendo exigente, mirando cada una de las pequeñas fallas de las mujeres que podrían ser su esposa en potencia. Ninguna era lo suficiente... o era demasiado... o era lo bastante... simplemente, ninguna era ella.

No lo admitía. Quizás en voz alta jamás llegaría a sugerir siquiera que eso estuviera en sus pensamientos, mucho menos a admitirlo, pero lo sentía. Y odiaba aquella emoción absurda. ¿Qué se suponía que era? ¿Por qué ella cuando sabía que jamás sería? Nunca podría ser.

"Tú nunca podrías ser el tipo de esposa para un hombre como yo."

Lo había dicho. Y no era menos cierto ahora que hacía dos años.

Además, ¿qué más daba ya? Ella había cumplido su palabra. Desapareció.

No exactamente. Pero era como si lo hubiera hecho. La Bianca que él había conocido no estaba más. Las ocasiones en que coincidían eran escasas y ella se limitaba a saludarlo con estricta cortesía, lejana, como si nunca hubieran sido más que meros conocidos. Ni eso. Tenía la impresión de que para Bianca, él ya no existía más.

Ella desapareció. Él también. Y un vacío sinfín tomó el lugar de lo que sea que hubiera habido antes entre ellos. Era un abismo y él no se atrevía a saltar. Tal vez si saltaba, él podría dejar todo atrás y hacer lo que debía hacer, siempre a su manera. Solo a su manera.

¿Qué hacer? ¿Había algo que él pudiera hacer?

No, esas no eran las preguntas correctas. La única pregunta posible era: ¿acaso él quería hacer algo?

Porque si la respuesta era afirmativa, él tendría que volver sobre sus palabras y una vez más admitir que estaba equivocado. Que había sido derrotado de todas las maneras posibles y Bianca Ferraz era la mujer de su vida. Una aterradora perspectiva. Lo mejor, lo más sensato, sería confirmar de inmediato su asistencia a la última cita que su abuela había arreglado para él. 

Un amor así (Sforza #5.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora