Capítulo uno.

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Bogotá, octubre de 2011.

Decir que le conocía era poco; puedo afirmar incluso que rozaba la obsesión. Si seguía así, terminaría enloqueciendo. No era sano. Yo lo sabía. Todos lo sabían. Pero aun así insistía en seguir detrás de su silueta.

Hacía mucho tiempo que había entrado a estudiar en el Gimnasio La Montaña, un colegio poco conocido en mi ciudad, pero con un nivel de excelencia académica bastante elevado. Él cursaba el último año de su preparatoria y estaba segura de que estudiaría música. ¿Yo? Una estudiante de noveno grado sumida entre las sombras, y no tan buena haciendo amigos duraderos. Pero él era distinto, y creía que esa era una de las mayores razones por las cuales me gustaba observarlo desde la distancia. Todo el colegio sabía que Juan Pablo Villamil era un prodigio para endulzar el oído y enamorar el alma. Era espontáneo, amable, dulce, y contaba con una actitud arrebatadora a su favor. Estaba segura de tener un par de compañeras que babeaban por él, y yo no era la excepción.

Yo, Irina Muñoz Castro, tenía un pequeño enamoramiento obsesivo con uno de los chicos más guapos de la promoción 2012 y me apenaba bastante confesarlo. ¿Hay algo más ridículo que una niña de quince años soltando suspiritos esporádicos por alguien que ni siquiera se sabe su nombre? O quizá no, porque estaba segura de pillarlo mirándole de reojo; compartíamos la pasión por la música y un par de horas semanales encerrados en el salón de música para ensayar cualquier canción que nos pidiese la profesora. A pesar de todo, no me atrevía a mirarle a aquellos ojos tan preciosos que emanaban dulzura y sencillez, cosas que muy pocas personas tenían en el lugar en el que había estudiado toda mi vida. Agradecía todos los días envolverme en su entorno, así fuese mínimo el tiempo que tenía para comportarme como una persona normal y no obsesiva.

Mis amigas decían que no era tan imposible soñar con su voz. Incluso Martín Vargas, mi mejor amigo, me molestaba con presentármelo alguna vez, pues su hermano mayor era uno de sus mejores amigos. Creía que habían crecido juntos, algo así como el menor de los Vargas y yo. Estos factores me hacían cuestionarme por qué nunca había sido capaz de hablarle si tenía tantas oportunidades; creo que sólo se debía a mi ineptitud con la coquetería y la sensualidad.

—Seguramente no se le olvidará tu nombre, —comentaba, aunque dudaba un poco, y era imposible pasarlo por alto—eres preciosa. Y a nadie se llama Irina.

No sabía si era verdaderamente preciosa, o si nadie más se llamaba Irina, pero aquellas palabras me hacían reír. Martín era capaz de decir cualquier bobada con el propósito de hacerme reír y mejorar mi estado anímico. Sin dudas, era de las personas más importantes que tenía... Aunque yo sabía que era imposible lo que insinuaba; incluso si empezábamos a hablar con regularidad, Juan Pablo tenía novia, lo que era de conocimiento público. Ese era otro factor, o excusa barata, que me impedía a toda costa acercarme a él y presentarme como una de sus fieles admiradora, o como una candidata a ser su mejor amiga. Su nombre era Daniela, y cruzaba un par de palabras con ella de vez en cuando en los pasillos. Era preciosa, con una cabellera castaña oscura de envidia y unos ojazos chocolate por los que cualquiera moriría. ¿Qué esperanzas tendría una chica de quince años jugando contra un equipo tan bien armado? No podía permitirme odiarla porque, además de ser bonita y amable, sabía que amaba a Juan Pablo como lo hacía yo y lo hacía feliz.

No, aquella obsesión a mi edad se resumía en escribir canciones sobre sus labios y poemas sobre sus ojos. Juan Pablo Villamil era inalcanzable, eso lo tenía claro.

Era viernes y mi curso estaba preparando un baile para quemar tiempo de la manera más mediocre posible. En las cabinas de sonido sonaba Waka-Waka de Shakira y mis amigas y compañeras movían sus caderas al compás de la música mientras los hombres las observaban con curiosidad e intentaban seguir el ritmo de la manera más torpe posible. Aquella canción había quedado en el 2010 y estaba sumamente trillada, pero mis compañeros no parecían entenderlo. Yo ni siquiera estaba dando mi 100%, pues no era que me gustase el baile del todo y prefería estar debajo de un arbolito jugueteando con mi organeta, pero no quería que el profesor de artes me regañase.

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