Capítulo cuarenta y nueve.

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Villavicencio, julio de 2012.

El ruidoso viento se colaba por todos los extremos de la camioneta como si se tratase de su propio territorio; no permitía ningún tipo de falta de respeto. A través de los parlantes del auto se escuchaba una canción de rock, aunque estaba segura de que era acústica; se veía ahogada por los sonidos externos y el choque del aire en contraste a la velocidad a la que el esposo de Juana conducía.

Yo iba en el asiento de atrás, justo al lado de una ventana. Mi codo yacía sobre la ventana abierta y mis ojos admiraban el paisaje iluminado por las luces de la carretera. Era de noche y podía respirar la libertad desde mi posición. Me sentía etérea mientras mi mente divagaba la curiosa manera en la que había terminado en la parte trasera del auto de mi mejor amigo rumbo a un viaje de una semana en el que tendría completa libertad y pasaría mis días enteros al lado del amor de mi vida. Mis expectativas estaban por el, ahora oscuro, cielo.

Alcé la vista. Podía divisar las estrellas y su intermitente resplandor, el olor a hierba, a naturaleza, la sensación de calor en mi piel, la presión ansiosa en mi pecho.

Lucía y Martín iban a mi lado, los Juan Pablo, Simón y sus incontables amigos iban en otros dos automóviles por detrás de nosotros. Escuchaba las risas amortiguadas de Lucía mientras recostaba su cabeza contra el hombro de Martín y observaban un video de una niña cayéndose accidentalmente mientras jugaba con el sube y baja de un colegio del que jamás había escuchado. Sonreí, porque, a pesar de no haber limado todas sus asperezas, era el primer ápice de esperanza que tenía de recuperar nuestra amistad en meses.

Cancún se había pasado de una manera excesivamente rápida. Habíamos llegado a hospedarnos en un hotel del que, finalmente, no salimos salvo para asolearnos frente a las aguas turquesa de sus costas. Pero hay algo que sí recordaba de ese viaje.

La segunda noche, Lucía y yo nos acostamos en la misma cama para mirar películas de comedia romántica y llorar por sus desgracias. Desde que se había involucrado con Simón parecía tener mala suerte conquistando, y lo peor de la situación era que ni siquiera era capaz de pasar un par de semanas sin reprocharse a sí misma por perder la amistad de Martín. Después de hablar un rato largo sobre ello y abrirnos como hacía mucho tiempo no lo hacíamos, decidimos que lo llamaría al día siguiente y hablaría con él de cosas importantes. Mientras ella hacía eso, yo me había ejercitado un poco en el gimnasio del hotel y luego había subido a la piscina para admirar lo bonita que era la ciudad a aquellas horas.

Ahora, rumbo a la finca de los Vargas, parecía que todo aquello estaba surtiendo efecto. ¿Acaso Lucía y Martín podrían ayudarme a recuperar el Trío de Oro que tanto había lamentado perder?

—¡Nina! —La voz de Lucía me sobresaltó. Estaba demasiado perdida en mis propios pensamientos, ideando letras de canciones sobre las estrellas, como para ponerles atención. Le dediqué una mirada de reproche y ella se encogió de hombros. —¿En qué piensas? Estás muy callada.

—En realidad en nada. Estoy demasiado cansada. —Mentí. Si la abrumaba con el torrente de palabras que estaban pasando por mi cabeza, nunca acabaría.

—Pero si de Bogotá a Villavicencio es bien poquito, quejica. —Me riñó. Sonreí, como para no hacerla sentir mal, pero luego me acomodé para apoyar mi cabeza sobre el vidrio antecesor a la ventana y cerrar los ojos.

—Bueno, eso no elimina mi cansancio.

—¿Ya viste el video de la niña...?

—Sí, ya lo vi. —Le respondí. Solté un suspiro. Negué con la cabeza. —¿Me avisan cuando lleguemos?

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