Capítulo nueve.

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Bogotá, Octubre de 2011.

Después de pedir mi número de teléfono y desearme unas buenas noches, observé a Juan Pablo marcharse con una sonrisa de emoción en mi pecho. Mi corazón parecía una palomilla encerrada en la jaula de mi tórax. La intensidad de los sentimientos era tanta que temía que mi cuerpo tuviese una sobrecarga de emociones y terminase en una crisis de pánico. Lo emocional se había vuelto físico y viceversa.

Tenía que contarle de todo esto a alguien, pero me daba miedo que me bajasen de la nube a la que me había subido durante las últimas. Si le contaba a Juliana o a Clara, tenía que tener por seguro que lo harían. Ellas jamás habían apoyado mi locura con el chico Villami. Me decían constantemente que dejara de fantasear y me concentrase en los chicos que sí me ponían atención.

Sabía, en un fondo muy profundo, que tenían razón. Pero el aura de Juan Pablo era tan absorbente que me sentía una molécula de luz entrando en un agujero negro.

Decidí, por mi propio bien y el beneficio de la conciencia de mi mejor amiga, que tenía que hablar con ella. Desbloqueé mi teléfono y marqué el número de Lucía. Era tarde, pero ella siempre trasnochaba, así que no me preocupaba demasiado si estaba disponible o no.

Automáticamente me mandó a buzón de voz. Fruncí el ceño. Pero no le dí más vueltas al asunto y preferí disponerme a cerrar los ojos.

Sentí el aparato vibrar bajo mis muslos y lo tomé con pereza. Mis ojos empezaban a pesar, aunque esta condición no apagaba mi curiosidad. Desbloqueé la pantalla y una sonrisa se formó en mi rostro cuando descubrí un número desconocido.

+573009286543:
Descansa, Irina. La pasé muy bien hoy, aunque no hubieses entendido nada. ¿Mañana en el descanso repasamos de nuevo?

Irina Muñoz:
Ya es tarde, Juan Pablo. Ve a descansar.

+573009286543: 
No sin antes tener un afirmativo a mi propuesta.

Irina Muñoz:
Bueno, necesito la nota. Ahí tienes tu respuesta. Ve a dormir.

Después de contestarle, decidí apagar el teléfono para no agobiarme sobre si me escribía de vuelta o no, no sin antes agendarlo con un nombre ridículo para después mostrarle. Aquella sonrisita estúpida que me causaba no se borraba de mi rostro y le odiaba un poco por causar todos aquellos efectos en mí. Era triste que faltase poco menos de un mes para dejarle de ver en mi rutina diaria.


El día siguiente se pasó con una lentitud tediosa. Anhelaba que fuese recreo y apenas y podía entender cómo era que se había ocasionado la Revolución Industrial, ¿o era Francesa? El siglo XIX me dolía tanto como me dolía el estómago del hambre que tenía o el cuerpo de la ansiedad que portaba.

Antes de encontrarme con el muchacho de último año, decidí hablar con Lucía. Tenía muchas cosas que contarle, aunque sería mucho mejor si ella pudiese presenciar de lo que estaba hablando para no tacharme de loca obsesiva aunque lo fuese un poco.

  —¡Lu!—Le llamé. Iba de gancho con Clara y ambas parecieron girarse con interés. Yo me había quedado en el salón de clases unos segundos extra arreglando mi mochila, así que estaba unos pasos detrás de ellas.

—¿Vas con nosotras a la cafetería?—Inquirió Clara.

  —No, no, tengo tutorías de álgebra.—Comenté, brindándoles una mirada de disculpa.

—¿Entonces dónde te esperamos?

—Donde siempre, supongo. Pero antes tengo que hablar de una cosita chiquitita con Lucía.—Hice un pequeño gesto con la mano. Lucía me miro con gesto de "y tú qué te traes", pero la observé pretendiendo inocencia.

La Última VezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora