Capítulo sesenta y cinco.

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Bogotá. Una madrugada.

Suponía que estábamos bien, o al menos eso era lo que yo quería creer. Ansiaba cerrar mis ojos, olvidarlo todo, despertarme con amnesia y dejar de recordar su rostro y sus ojos verdosos observándome con culpabilidad.

Suponía que estábamos bien porque le había sonreído, y, aunque había sido una sonrisa cargada de dolor y resentimiento, me había prometido a mí misma no recordar la historia de amor adolescente que habíamos vivido. 

Nada, absolutamente nada, excusaba lo que había hecho. Tenía que recordarme constantemente que el amor no tenía por qué doler ni taladrar el pecho de esta manera tan absurda, tan exhaustiva, tan destructiva. El amor no significaba sacrificios, sino riquezas, ganancias. No podía significar perderlo todo para ganar un poco.

Cuando salimos del avión, procuré caminar con rapidez hacia el automóvil en donde se suponía estaba esperándome mi madre con mi padrastro y una barriga gigante en donde dormía plácidamente mi hermanito, Pedro. No recordaba hacía cuanto tiempo estaba embarazada, pero en las fotos que me había enviado lucía exhausta. La extrañaba muchísimo, y estar entre sus brazos quizá quitaría este peso arrollador de mis hombros. 

Hacía mucho tiempo no lloraba. Necesitaba llorar, necesitaba llorar por el dolor y por el shock. No sólo había perdido a mi novio con este viaje, sino a quien había considerado un amigo incondicional. No los había conocido jamás,  y quizá era eso lo que tanto pesaba para mí; no había puesto mi energía en saber con quién pasaba la mayor cantidad de mi tiempo. Sólo desvariaba, balanceándome entre las fantasías de lo que me habría gustado tener y lo que me habría gustado que fuesen, a sabiendas de que la vida nunca es color de rosas y mucho menos para una adolescente, entonces, como yo.

Bajé la cabeza, esperando tomar aire para interrumpir las incipientes lágrimas que brotaban de mis ojos. Si iba a llorar, lo haría en privado y en donde nadie pudiese verme. Ya había perdido la suficiente dignidad en el año.

⏤¡Nina! ⏤La voz de Juan Pablo Isaza me despertó de mi pequeña entonación en donde me castigaba por cada decisión que había tomado. Me giré con cuidado e intenté darle una sonrisa honesta, pero era imposible para una persona tan mala mentirosa como yo convencerlo con un gesto tan mediocre. ⏤¿Ya llegaron por ti?

Saqué el teléfono de mi bolsillo y arrugué nariz. No tenía un solo mensaje de mi madre ni de su pareja, de modo que ladeé mi cabeza.

⏤No sé. ⏤Admití. 

⏤¿No quieres que mi papá te lleve, mejor? ⏤Preguntó. Negué con la cabeza; no necesitaba que sacrificara su tiempo de descanso de ese modo.

⏤No, no. Deben estar aquí, pero quizá no me ha llegado el mensaje. ⏤Me excusé. Reinicié el teléfono con la sim card que sí funcionaba en Colombia y, a pesar de que me llegaron numerosas notificaciones de las diversas redes sociales, no había ningún mensaje de mi madre. ⏤O el tráfico está pesado, quién sabe.

Isaza me observó de manera escéptica. 

⏤Son las tres de la mañana. El tráfico no está pesado. ⏤Me refutó. Yo solté un largo suspiro y caminé hacia una de las sillas dispuestas en el pasillo para que las personas se sentaran. 

⏤De todos modos eso no justifica que tú tomes la responsabilidad de mi seguridad. ⏤Le respondí. Él se acercó de manera lenta a mí y tomó asiento a mi lado, encogiéndose de hombros.

⏤Villamil no va a estar tranquilo hasta que estés en tu casa segura. ⏤Me comentó. Solté un pequeño jadeo y recosté mi cabeza contra la pared, cerrando mis ojos. ⏤Y no es lo suficientemente valiente para decirte que quiere llevarte a tu casa.

⏤Gregorio no sabe que volví. ⏤Le confesé. ⏤No he hablado con él desde el incidente de París, y nadie salvo mi madre sabía que iba a tomar el camino largo. No hay de qué preocuparse.

Los labios de Isaza se fruncieron con desconcierto, pues tenía en cuenta que no debía presionarme demasiado pero aún así se debatía si dejarme sola, a una joven mujer, vagar sola en un aeropuerto en un país como Colombia.

No me quedé para esperar su respuesta. Simplemente di la vuelta y me sumí entre las pequeñas multitudes, esperando que nadie me buscara. Tenía ganas de empezar de nuevo en aquel viejo lugar, entre la inseguridad de escuchar millones de palabras sobre mi relación y la necesidad de aclarar qué había sucedido. No sabía si Juan Pablo me había sido del todo infiel, ni siquiera tenía conocimiento de qué había sucedido aquella noche, pero la confianza se había quebrantado y no tenía ni una pista de cómo reparar mi corazón roto.


Había pasado más de media hora desde la última vez que había checado el teléfono y mi madre no aparecía. Empezaba a hacerse de día, de modo que mordí mi labio y decidí pedir un taxi. Era una decisión más bien apresurada, pero mis ojos pesaban y mis brazos no podían sostener el peso de la maleta sin causarme una lesión extra. 

Nadie me siguió hasta casa. Supuse que se habían olvidado de que "estaba en peligro" a sus ojos, y asumí que mi madre se había quedado dormida en un descuido. Era lo más lógico bajo aquellas circunstancias, y no me sorprendía demasiado, tampoco.

Sin embargo, cuando entré al apartamento, encontré que las cosas estaban desordenadas.

—¿Mamá? —Pregunté al aire, esperando que me respondiese ella o su esposo, o siquiera oír el llanto de un bebé neonato. —¿Están despiertos?

Un silencio sepulcral continuó, de esos que preceden a eventos desafortunados. Y, de la nada, sentí cómo me quedaba sin aire.

Caminé hacia la sala, un poco más adentro del apartamento, y vi los haces del sol al oriente empezar a colarse por las ventanas. Algunos sillones estaban descosidos, y habían unos vasos de vidrio rotos en pedazos sobre la alfombra. Mi corazón se encogió dentro de mi caja torácica, provocando que me ahogase con saliva. 

Instintivamente, llamé a mi madre. Tenía el teléfono apagado. Su esposo tampoco contestaba. 

Y marqué el único número que me sabía de memoria. 

—¿Irina? —Respondió automáticamente, como si hubiese estado esperando que lo llamase. —¿Te fuiste del aeropuerto? —Inquirió, con cierta preocupación en su voz.

Asentí, sin darme cuenta que no me podía ver.

—¿Dónde estás? ¿Sigues ilesa? —Preguntó, carraspeando. 

—Juan Pablo, ¿qué no me han contado?



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