Capítulo treinta y tres.

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Bogotá, Diciembre de 2011.

          

¿Ser novia de Juan Pablo Villamil, el chico de once que cantaba en todos los musicales del colegio y en las misas y en todo lo que incluyera música y además hacía parte del equipo de fútbol institucional? No me cabía en la cabeza, y mucho menos después de todo lo que había pasado en apenas dos meses para que esa meta se lograra.

A pesar de que era un título que a la mayoría de personas le emocionaba, y debía admitir que a mí también, no era como que las cosas cambiaran demasiado. Creía que lo que más me emocionaba era pasar de ser sólo Irina Muñoz a ser el algo de alguien. Todas esas historias de princesas que me contaban de pequeña empezaban a cobrar sentido. No, y no me refería a las de princesas que son salvadas por un príncipe, porque eso de no confiar en las palabras de los hombres lo había aprendido tras años de ver a mi madre llorar por el abandono del señor Muñoz. No, no quería que Juan Pablo me salvara, yo ya me había salvado hacía bastante tiempo.

Eran historias como las del hilo rojo, como las de la media naranja. El enamoramiento que cargaba tras mi espalda siempre había sido platónico. Jamás me habían dado aquellas crisis existenciales de las que hablaban por cuestionarse si alguien te quería o no, por si eras suficiente. Básicamente porque nunca lo había visto como algo real; era una imagen que me encantaba observar, que me encantaba amar. La imagen que tenía de Juan Pablo Villamil había sido algo lejano.

¿Qué seguía? Mi más profundo sueño se había cumplido. El enamoramiento se había vuelto real, las cosas eran surreales. ¿Ahora caminaríamos juntos frente al mar, de su mano poder caminar? No lo sabía. Y el no saberlo me provocaba ansiedad, principalmente porque no concebía que hubiese algo que me hiciera más feliz que haber obtenido ese título y apenas estaba empezando eso tan extraño que era de ambos, de los dos.

La fiesta de once se acercaba, y con ella, el musical de navidad. Los ensayos se habían vuelto más constantes, los estudiantes de octavo a décimo encargados de escenografía tenían que quedarse toda la tarde, todos los días, a decorar, hacer vestuario, pintar y demás. Los que hacían parte del grupo musical tenían que ensayar dos veces por semana, los actores ensayaban toda la semana. La adrenalina recorría el cuerpo de cada integrante del colegio, a la expectativa de que fuese un buen musical. Los estudiantes de once estaban completamente estresados, pues era su último año y querían dejar un legado impecable en la institución.

El musical, a pesar de ser sumamente importante, era mucho más pequeño que el que organizaban para la finalización del año académico. Tantos proyectos en el colegio tenían estresado a Juan Pablo, yo lo notaba, Isaza lo notaba, los Vargas lo notaban. Incluso mi madre lo notaba, principalmente porque cuando se estresaba le gustaba pasar tiempo conmigo.

No era como si yo me quejara, pero mi madre lo hacía. Solía decir "¿y a qué hora pasan a recogerte tus padres?" y ese tipo de cosas. Me causaba bastante gracia, pero no hacía nada para evitar que fuera a mi apartamento.

Era martes, estaba a punto de anochecer y mi apartamento tenía una vista escasa pero la suficiente para apreciar como el sol se escondía por el occidente. Hacía mucho frío, lo que me parecía extraño porque las tardes en Bogotá solían ser calurosas siempre y cuando no hubiese nubes que obstaculizasen el paso de los rayos de sol. La chimenea estaba encendida y me había tomado el tiempo de preparar chocolate con queso campesino. No había nada mejor para el frío.

Juan Pablo se encontraba observando su teléfono, molesto. Su ceño fruncido remarcaba su cuadrada mandíbula; tenía un pequeño hematoma debajo de esta. Un balón lo había golpeado en medio de un partido de fútbol, pero a él le gustaba decir que su novia -me encantaba pensar en el término- se lo había hecho. Obviamente yo lo golpeaba sin mucha fuerza por pasarse de imbécil.

—¿Sucede algo? —Le pregunté, desviando mi vista de la ventanita que había arriba de la chimenea para enfocarme nada más en él. —Parece que se te hubieran muerto las ganas de vivir.

—Están diciendo que la fecha límite para entregar el primer avance del proyecto de grado es el próximo Lunes. —Murmuró, mostrándome el grupo de whatsapp de su curso. Esbocé una pequeña sonrisa, llevando mis manos al chocolate para beber un poco.

—¿Y no lo tienes listo?

—¡No! Pensé que lo pedirían después de las vacaciones de navidad. —Se quejó, dejando el teléfono a un lado. Se giró para abrazarse a mi cintura como si yo fuese su madre y él fuese un niño pequeño.

Solté un jadeo, más por la sorpresa que por cualquier cosa.

—¡Casi me haces regar el chocolate! —Protesté, en un intento de estabilizar el pocillo caliente. Me separé un poco de él para dejarlo sobre la mesita de café y correspondí su abrazo.

Su rostro se escondió en el hueco de mi cuello, lo que me proporcionaba escalofríos, pues su aliento caliente rozaba contra mis poros y me ponía bastante nerviosa. Sin embargo, lo pasé por alto; no quería estresarlo más de lo que ya estaba.

—Mejor, así sufres las consecuencias de dejarme de lado. —Murmuró. Si bien no podía observar su rostro, sabía que estaba haciendo un puchero. Así era él.

—Quien estaba dejando de lado al otro eras tú. —Reproché, arrugando mi nariz. —No me cambies el tema. ¿Cómo vas con ese proyecto?

—Lo llevo a la mitad. —Volvió a quejarse, soltando un jadeo. —Pero con todos esos ensayos del musical no tengo tiempo ni para abrir el archivo en el computador. Llego súper cansado a mi casa por las noches.

—Hoy es un día que estás desperdiciando cuando podrías estar gastándote los dedos con el teclado. —Reñí, en parte en broma y en parte seria. Me preocupaba que se estresara por ese tipo de cosas.

—Hm. —Murmuró, aferrándose más a mi cintura. —Si estoy contigo no es un desperdicio.

—Quieto, galán. —Me burlé. No podía acostumbrarme del todo a su labia barata, y más porque era medio imbécil y yo siempre caía. ¿Acaso dejaría de ser vulnerable a sus encantos? —Hablo en serio. Luego no quiero verte puteando a todos porque no pudiste terminar algo a tiempo.

—Pareces una profesora. —Bufó, sacudiendo los vellitos de mi nuca. —¿Puedes dejarme disfrutar de tu compañía en paz?

—Ahí está...—Susurré, girando mi cuello para poder verlo. Tenía los ojos cerrados y sus pestañas caían sobre sus pómulos. Sonreí con ternura, dejando un pequeño beso sobre su frente. —Me estás dando sueño.

Juan Pablo esbozó una pequeña sonrisa, eliminando cualquier espacio entre nuestros cuerpos, si es que había. No abrió los ojos, por el contrario, sino que se acomodó de mejor manera.

—Pues duérmete.

—No, luego tienes que irte y no te vas. No quiero otra cantaleta de doña Soledad. —Arrugué la nariz.

Solté un suspiro, recostando mi cabeza sobre la suya, al escuchar su completo silencio. A veces, sólo a veces, me gustaría ser capaz de dormir con él sin ningún problema. Pero ambos seguíamos en el colegio, ambos éramos menores de edad y, sobre todo, llevábamos muy poco.

¿Era el amor siempre así de apresurado, de fugaz, de escurridizo? Porque si era así, me cuestionaba realmente si lo que teníamos iba muy rápido o a un ritmo normal.

Estaba comiéndome demasiado la cabeza. Lucía estaría, por completo, decepcionada de mi comportamiento.

—Oye, Irina. —Murmuró, en mi oído, interrumpiendo mis pensamientos existencialistas.

—¿Hm? —Inquirí sin palabras, irguiéndome para verlo más claro.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Susurró, remedando mi gesto. Su rostro se había enseriado de repente, como si estuviese pensando en alguna tragedia.

—Claro. —Asentí. —Pero primero quita ese gesto de velorio.

Juan Pablo sonrió de lado, bajando su vista a mis manos. Tomó una de ellas entre las suyas y la acarició con suavidad.

—¿Qué pasó con tu padre? —Preguntó, apretando los labios.

Cerré mis ojos, pensando muy bien en qué decir.

—¿De verdad quieres saber eso?

La Última VezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora