Capítulo treinta y siete.

2.4K 219 100
                                    

Bogotá, Diciembre de 2011.


¿Alguna vez han experimentado aquella sensación de claustrofobia en la que sus pulmones son absueltos totalmente de oxígeno y apenas y pueden pensar bien? Bueno, justo de ese modo me sentía en aquel momento.

Estaba rodeada de gente pero me sentía más sola que nunca. Ni siquiera la presencia de Gregorio, o de Isaza, o de Simón podían curarlo. Muchísimo menos la de Juan Pablo, quien estaba ensimismado en bailar con una chica con la que se había acostado previamente.

El corazón me dolía como si me hubiesen clavado un cuchillo de plata en el pecho. Podía decir, incluso, que el pánico que había invadido mi pecho había hecho un gran trabajo en desestabilizarme por completo. ¿De verdad merecía que todo aquello me pasase en un solo día?

De algún modo, quería convencerme a mí misma que era casualidad, pero mi subconsciente me llamaba traidora por haberle robado el novio a Daniela. Sentía que era karma por todo lo que había hecho con tal de ganarme el corazón de Juan Pablo. Claro, no sabía por qué no lo había pensado antes; si se lo había hecho a ella, con quien llevaba más de un año, ¿por qué no a mí, a quien había ilusionado en menos de un mes y quien venía detrás de él hace rato?

Quería evitar llenarme de aquellos pensamientos sucios y traicioneros. Mi mente jugaba sin reglas contra mí, e iba ganando. ¿Estaba condenada a vivir con ella toda mi vida, soportándola apenas porque era algo con lo que había crecido y ya?

Cerré la puerta del baño. Cuando encendí la luz, el sonido del aire acondicionado empezó a sonar amortiguado por la música a todo volumen. Las luces eran tenues, brillaban contra mi rostro pálido. Mi chaqueta de cuero estaba empañada por el calor corporal que desprendía el resto del mundo. Me la quité con una mueca de desagrado; estaba evitando llorar a toda costa. Por ninguna circunstancia podía permitirme llorar por un imbécil, aunque quisiera a aquel imbécil con todo mi corazón.

Miré mi rostro pálido en el espejo. Mis ojos se encontraban rojos, definitivamente, por el esfuerzo que estaba haciendo en no llorar. Saqué los polvos compactos de mi bolsillo y decidí retocar en la zona de mis ojeras, principalmente para que no se notara que estaba con los ojos hinchados ni me preguntaran qué había pasado o por qué mi desaparición tan espontánea.

Bajé la cisterna, en un vago intento de disimular. Cuando salí, Gregorio estaba esperándome en la entrada. Fruncí el ceño, cerrando la puerta con cuidado. Apenas me vio, se irguió sobre su espalda. Sonreí, pero mi mirada se desvió de su cuerpo para buscar a quien me robaba la tranquilidad en aquel momento.

—¿Estás bien, Irina? —Preguntó Gregorio, llevando su mano a mi brazo. Asentí, sin ponerle demasiado cuidado. Mis ojos verdes buscaban los grises de Juan Pablo, porque sabía que él estaba allí, sabía que estaba mirándome y sabía que estaba jugando. —Pensé que te había tragado la taza del baño.

—Sí, sólo que me dio un poco de mareo. Hay mucha gente. —Me expliqué, aún sin mirar a mi acompañante.

—¿Quieres salir un rato? —Repitió, buscando mi mirada con la suya. Negué con la cabeza, buscando a Juan con desesperación. Aunque, pensándolo bien, si lo hacía, no tenía ni idea de qué le diría. ¿Le reclamaría por bailar con Abril, a sabiendas de que yo estaba haciendo lo mismo con Gregorio?

Pero era él quien me había dejado sola en un inicio. No era justo que me condenara a mí misma por ello.

—¿Sabes qué? Pensándolo bien, necesito un poco de aire. —Murmuré.

No encontraba a mi objetivo en aquel lugar, así que tampoco podía atarme a estar estancada allí hasta que él llegara. Esperaba no estar muy equivocada, porque mi instinto me decía que se encontraba en algún lugar cercano a mí.

La Última VezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora