Capítulo cincuenta y uno.

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Villavicencio, julio de 2012.

La respiración de Juan Pablo era pausada y regular. Todo lo contrario a la mía al sentir su cuerpo desnudo contra mi espalda y su olor en mis fosas nasales. La luz atravesaba la cortina oscura de la habitación, mientras el aire acondicionado hacía que mis vellos se erizasen por las corrientes frías que se colaban a través de las sábanas.

Un sonrojo se posó en mis mejillas al darme cuenta de lo que estaba sucediendo. No sabía qué hora era, pero sí estaba segura de que habría gente despierta preguntándose por qué Juan Pablo y yo estábamos ausentes, y no tardarían en sacar sus conclusiones. O yo simplemente era demasiado paranoica, demasiado temerosa de qué diría Juana o qué dirían Lucía y Simón, o alguien que no fuese tan importante para mí.

Me giré con el propósito de quedar en frente de mi novio. Estaba completamente desnuda y la piel de mi pecho se pegaba a la de él, marcada por finas líneas azules y rojas. Su piel era tan pálida que, si me concentraba lo suficiente, era capaz de ver cuán pausado era el pulso que marcaba sus venas.

Suspiré. Alcé mi mirada al movimiento de sus ojos. Sus párpados cubrían cuidadosamente aquellos globos oculares que tanto me encantaban, pero estos se movían con impaciencia. Así mismo, sus pestañas se movían con firmeza. Su respiración serpenteaba por la piel de mi rostro hasta sacudir mi cabello. Sonreí; era una imagen a la que podía acostumbrarme todos los días. Desde la manera en la que sus labios se fruncían hasta cómo sus mejillas curtidas me rozaban la frente de vez en cuando.

Cerré mis ojos y disfruté de su aroma y cercanía. Sus brazos delgados estaban tan afianzados en mi cintura que me fue difícil no pensar en que aquel era el momento más sagrado de toda mi existencia.

Se removió ligeramente. Me alejé con sutileza para no incomodarle, pero noté cómo frunció el ceño en medio de su sueño y me acercó con mucha más fuerza que la anterior a su cuerpo.

—Ni pienses que te vas a ir. Está haciendo frío. —Se quejó. Su voz de recién levantado era la octava maravilla del mundo. Mi cuerpo entero se erizó con su tacto y tuve esa pequeña sensación de placer absoluto que había sentido la noche anterior.

—Pensé que estabas dormido. —Susurré. Volví a encararlo, mientras llevaba mi mano a acariciar su mejilla. Dejé que mi dedo pulgar recorriese su pómulo, sus párpados, sus labios. Quería grabarme aquella imagen, empapelar mi habitación, ponerla de fondo de pantalla de mi vida. Era tan sublime, tan arrolladora. ¿Cómo era que Juan Pablo Villamil podía ser tan hermoso sin siquiera esforzarse?

—¿Tú crees que puedo dormir teniéndote desnuda a mi lado? —Preguntó, con aquella voz ronca que tanto estaba volviéndome loca. Mordí mi labio y me incliné ligeramente sobre su cuerpo para besarlo. Posé ambas manos sobre su rostro y pude sentir una tenue sonrisa instalándose en sus labios conforme correspondía el beso con la mayor seguridad posible. Quería comérmelo en ese instante. Mi corazón no podía soportar tantos sentimientos mezclados entre sí.

—Eres un imbécil. Y yo tengo hambre, y quiero desayunar. —Respondí, mordiendo su labio inferior. Abrí mis ojos para observar los suyos, de un color tan oscuro que me fue imposible evitar perderme en ellos. Él enarcó una de sus cejas y elevó su rostro para dejar otro casto beso sobre mis labios.

—Cómeme a mí, yo no tengo ningún problema. —Bromeó, pero sus dedos clavados en mi cintura me decían que no tenía ningún problema en que yo decidiera aceptar su propuesta.

—¿Así seremos de ahora en adelante? —Inquirí, rozando mi nariz con la suya. En ese preciso momento, podía jurar que mi cuerpo estaba justo encima del suyo y no tenía la mayor idea de cómo había llegado hasta allí.

La Última VezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora