Capítulo treinta y uno.

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Bogotá, Diciembre de 2011.

          

Cuando entramos al automóvil, el frío olor a colonia masculina azotó mi rostro. Inhalé con profundidad, exhalando dióxido de carbono lleno del placer que me provocaba aquella costosa colonia. De hecho, gemí inconscientemente, aunque el sonido que evacuó mis labios fue más bien suavecito.

Juan Pablo me miró con curiosidad, elevando una de sus cejas de la manera tan característica en la que lo hacía.

—¿Te gusta? —Me preguntó, cerrando la puerta de su lado. Asentí con la cabeza; aquella noche no estaba para llenarme de sarcasmos que luego lo harían callarme con un beso. Quería disfrutarla al máximo.

—Mucho. —Me sinceré, bajando la mirada. Observé mis tenis negros, evadiendo por completo el contacto visual que suponía admitir mis verdaderos sentimientos, aunque estaba completamente segura de que él los sabía desde hacía tiempo.

—Me alegra que te guste. —Murmuró, encendiendo el motor. El olor a gasolina llenó mis fosas nasales pero afortunadamente evacuó rápidamente.

Salimos de la bahía en la que había estacionado el auto. Me sorprendía que sus padres le diesen tanta libertad, pero suponía que como era viernes así que era día de completa libertad.

Y también los lunes.

Y martes.

Y miércoles.

Y jueves, algunos jueves.

Y los fines de semana, por supuesto.

Me mantuve en silencio, recostando mi cabeza en la almohadilla del asiento. Abrí el vidrio por completo, dejando que el aire helado impactara contra mi rostro. Me sentía supremamente libre y añoraba esa sensación hacía muchísimo tiempo. Mi peinado seguramente se arruinaría pero mandaba al diablo todo lo que parecía superficial en aquel momento.

Juan Pablo cogió la Autopista Norte hacia el sur. Yo vivía un poco más hacia el norte, pero había un McDonalds bastante cerca de mi casa, así que me extrañaba bastante el repentino cambio de planes. Fruncí el ceño, volteando a mirarlo.

Su ceño estaba completamente serio. Se notaba que estaba concentrado en conducir, lo que me hizo admirarlo más. Su fina nariz estaba roja por el frío que estaba entrando a través de mi ventana, y sonreí por la impresión.

—¿A dónde vamos? —Inquirí, elevando el tono de mi voz porque el ruido del aire interrumpía el tono normal.

—A McDonalds. —Concluyó, serio. Me asusté un poco.

¿Y si la persona a la que había estado besando el pasado mes era, de hecho, un loco psicópata que quería secuestrarme y vender mis órganos en el mercado negro? Eso explicaría por qué su familia tenía tanto dinero.

—Hay un McDonalds al lado de mi casa...—Empecé, dubitativa, irguiéndome sobre el asiento de cuero.

—¿Y? ¿Qué hay de diversión en cenar al lado de tu casa cuando tenemos como cinco horas para pasarla juntos? —Me preguntó, tomando una oreja que nos llevaría a la séptima. Me conocía muy bien esta ruta, pues era la que me llevaba a la casa de Martín.

—Pero estás yendo muy lejos...—Susurré, juntando mis manos entre mis piernas y entrelazando mis dedos.

Noté que rodó los ojos. Le había quitado un poquito de seriedad al asunto, cosa que, honestamente, me despreocupaba un poco respecto al asunto.

—Te voy a llevar a la zona T, Irina. No te quejes demasiado. —Bromeó. Aprovechó un pequeño semáforo para mirarme directo a los ojos y elevar su mano de la palanca de cambios para acariciar mi mejilla.

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