Capítulo cuarenta y siete.

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Sí, sé que estuve desaparecida. Pero el año no ha sido precisamente fácil y para ser honesta, el problema para encontrar la inspiración suficiente ha crecido. No quiero brindarles nada mediocre; estuve escribiendo este capítulo durante dos semanas, borrando, escribiendo, perfeccionando, puliendo. Espero que les guste, y que no les moleste demasiado mi intermitencia. Escribo con mucho cariño.

Los quiero.

—S.O.C.

 

Bogotá, junio de 2012.

Dicen que los ojos son las puertas del alma.

Y, en este punto, creo que abrí demasiadas puertas de demasiadas almas. La de Juan Pablo siempre ha sido la más hermosa, la más intrigante, la más pura de todas.

Pero la que estaba viendo en aquel instante, en particular, poseía un dolor inmenso. Dudaba haber experimentado un sentimiento negativo tan intenso, tan particular, tan doloroso, algo que me afectara tanto sin ser mío.

Vi vacío, desolación, angustia, preocupación. Vi un alma rota y un corazón roto. Vi la pérdida de sueños, la pérdida de ilusiones.

Vi cómo la vida de Gregorio se destrozaba poco a poco.

Y en ese momento supe que no podía dejarlo solo. Sin importar si a mi novio le desagradaba la idea, sin importar si alguien consideraba que estaba mal simpatizar con él.

Él me necesitaba. Necesitaba mi apoyo. Necesitaba a alguien que le dijera que todo estaría bien, que nunca estaría solo.

Y yo estaba allí, a su lado, observando la exposición de arte moderno. Era una galería pequeña pero lujosa, llena de luces costosas, espejos pulcros y la constante imagen de un artista apasionado, de esos que dejan que en su arte se plasme la luz u oscuridad de su alma.

Y teníamos algo en común: ambos nos habíamos quedado sin nuestros padres.

[...]

No recuerdo ni por qué acepté a salir con Gregorio aquel día. Quizá estaba demasiado aburrida y el reciente resfriado de Juan Pablo me había dejado vulnerable ante cualquier invitación. Después de todo, no podía pasar demasiado tiempo con mi novio a sabiendas de que me contagiaría, y mis defensas no eran muy efectivas, como para resumir.

No podía perderme de mi último día de clases a su lado. Y eso era el viernes siguiente, la otra semana. En menos de un respiro, él se habría ido. No sabía a dónde, y no sabía si sería duradero, pero se iría. Y yo me quedaría aún en el colegio, a la espera de salir de clases y correr a sus brazos.

Supongo que esas eran las cosas que quería evitar recordar cuando Gregorio me escribió para saber si confirmaba mi asistencia a la supuesta salida conjunta que había propuesto para Juliana, él y yo.

Estaba haciendo un sol picante. Mi blancuzca piel empezaba a tomar un color rosa, sentía frío y calor. La brisa era fresca, helada, alborotaba mis mechones castaños, que a su vez relucían con un tono cenizo debido a la temprana luz solar. Estaba parada frene a la avenida que colindaba con mi edificio, a la espera de algún bus que pudiese llevarme hasta el lugar donde había citado a mi amiga y a mi reciente amigo. De algún modo agradecía que ella estuviese allí, porque entonces yo podría liberarme de aquella tenaz carga que llevaba sobre mis hombros respecto a mis dudas de las verdaderas intenciones de Gregorio conmigo.

Y es que no le había dicho a nadie; ni siquiera a Martín, porque sabía que, si tocaba el tema con Lucía, probablemente se volvería loca y me diría no todo es sobre ti, Irina. Aquella duda quemaba mi garganta hacía bastante tiempo, es decir, desde el lunes en la cafetería.

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