Prólogo.

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Recuerdo que, cuando tenía ocho años, pedí un perrito. Mis padres me miraron, horrorizados, y empezaron a contarme una larga historia sobre la responsabilidad que conllevaba tenerlo y un par de argumentos en contra de tenerlos en casa; debido a ello, me callé y pensé que quizá tendrían razón, que no era bueno tener uno. Desde niña siempre fui bastante moldeable, podías decirme una cosa que yo podía creérmela de pies puntilla. Quizá por eso, por mi ingenuidad, conseguí salir del colegio con algún que otro moratón o herida; sin embargo, aquello no me desesperaba. Sabía que, cuando creciera, las cosas cambiarían y saldría de ese infernal colegio donde todo el mundo parecía empecinado en hacerme la vida imposible.

Cuando crecí y cumplí un par de años más, mi ingenuidad infantil se esfumó de golpe y eso me salvó de algún que otro problema. Sin embargo, cuando llegué al instituto deseé haberme quedado en el colegio, donde los problemas eran relacionados con juguetes o con ideas descabelladas. Todo el mundo los llamaba “los Doce”, para mí eran los “Chulitos Engreídos”, claro que todos allí los temían como si fueran demonios o algo peor cuando sólo eran doce chavales con las hormonas revolucionadas y con un ego más alto que el mismísimo Empire State de Nueva York. Para colmo, y eso era lo que me hacía gracia, es que ese grupito siempre iba seguido de una panda de cabezas de chorlito a quien yo las había bautizado como la “Patrulla de Fans de los Chulitos Engreídos”, que era todo el equipo de las animadoras. Encabezadas por la popular Reece Douglas, cuyo padre se encargaba de donar cuantiosas y generosas cantidades de dinero al instituto, el resto de animadoras y ella perseguían a la pandilla en cuestión durante toda la jornada escolar.

Para mí, claro está, me importaba un pimiento bien grande lo que hicieran o no hicieran, pero las experiencias que recorrían los pasillos me había hecho que bajara la cabeza e intentara pasar desapercibida cuando veía aparecer a cualquiera de los miembros de aquel extraño grupo para evitar tener un problema. Mi amiga Grace era de la opinión de que todos ellos pertenecían a una extraña secta de la que casi nadie tenía constancia de ella mientras que mi amiga Caroline decía que todo aquello era una completa sandez y lo que sucedía es que Grace tenía envidia de que ninguno de los doce le hiciera caso. En mi opinión, aquellos doce pánfilos y sus doce lameculos personales eran un auténtico problema cuando se lo proponían. Era por eso por lo que me gustaba mantenerme alejada de todo lo que tuviera que ver con ellos.

Sin embargo, no todo fue como me esperaba… Por mucho que intentara alejarme de ellos y su extraña forma de comportarse, los encontraba casi siempre. Era como si yo fuera un potente imán.

Wolf. (Saga Wolf #1.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora