VII. Niona De la Fontaine.

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Capítulo siete.

«Niona De la Fontaine»

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«Niona De la Fontaine»


La noche en la que Niona De la Fontaine murió, el frío calaba hasta el más mínimo rincón de San Mungo. La lluvia torrencial no había parado ni un segundo y los truenos se escuchaban con gran fuerza.

Esa misma mañana, a la familia De la Fontaine se le había comunicado el grave estado en el que la mujer se encontraba. Arlette, con su pelo anaranjado hecho un desastre tras varios días sin haberlo peinado, lloraba desconsolada en una de las salas de espera. Dado al grado de contagio que presentaba la desconocida enfermedad, no se les permitió acercarse. Tanto padre como hija, tuvieron que despedirse de su madre y esposa a través de un gran cristal.

La mujer, débil, con su rostro pálido y su piel pegada a su cara debido a la poca consumición de comida, les daba palabras de ánimo a las dos personas que más apreciaba. Les decía que tenían que ser fuertes, que no se preocuparan por ella, que ahora dejaría de estar enferma.

Arlette soltaba un sollozo cada vez que su madre hablaba. Ella esperaba que su madre mejorara, que volviera a casa a hacer sus raras y llamativas esculturas que tantas veces había ayudado a construir. Que volviera a tener esa enorme sonrisa que la esperaba cada vez que llegaba al andén, y sobre todo, que volviera a poder abrazarla, eso era lo que más anhelaba.

Cuando uno de los medimagos que hubo atendido a su madre se acercó a ellos con una mueca en su rostro, ambas personas supieron que significaba aquello. El hombre se derrumbó en el suelo, mientras era consolado inútilmente por la abuela Gloriosa, quien había llegado una hora antes. Dracon consolaba a Merline la cual estaba a punto del colapso por tanto llanto. Y Arlette, ella simplemente se fue.

Corrió. Corrió fuera de allí, fuera de aquel espantoso lugar en el que había muerto su madre minutos atrás. Su vista se nublaba, intentaba enfocarla al pestañear pero más lágrimas llegaban a sus ojos. Poco le importaba la fuerte lluvia o los constantes resbalones que ya había sufrido durante su carrera. No le importaba nada, salvo el dolor profundo e insoportable en su corazón.

Ella ya no estaba.

Quería gritar, quería pensar que todo lo que estaba pasando era un maldito y estúpido mal sueño del cual despertaría gracias a los zarandeos de Francesca. Quería pensar que la carta enviada por su abuela había sido producto de su imaginación y que su madre jamás había estado enferma. Pero no era así. Allí estaba ella, con el corazón destrozado, queriendo morir ahogada por esa lluvia torrencial y cuestionándose el por qué la vida le había arrebatado a lo que más amaba a tan temprana edad.

Nunca volvió a San Mungo, jamás volvió a pisarlo tras lo ocurrido.

Se fue a casa, como un alma en pena, chorreando agua. Le importaba lo más mínimo ensuciar el suelo de barro, simplemente pasó lentamente por los pasillos de la casa hasta llegar a su habitación. Quitándose la ropa y quedando completamente desnuda, tomó una toalla y comenzó a secar su cuerpo sin rapidez alguna. Un fino camisón fue el que suplantó a su ropa mojada antes de tirarse con brutalidad sobre la cama.

No supo en qué momento de la madrugada se había quedado dormida, lo que sabía es que había despertado poco después del amanecer. Sus ojos estaban rojos e hinchados, y su nariz parecía más bien la de un payaso; su pelo enmarañado no ayudaba mucho a su aspecto y las ojeras que adornaban sus ojos junto al tono rojizo, la hacían ver muchísimo peor.

Minutos después, un suave golpeteo se escuchó desde el otro lado de la puerta. La pelirroja, sin mucho ánimo, se levantó directa a ella. Al otro lado estaba su padre, igual o peor que ella en aspecto y vistiendo un traje negro de luto. Sin decir siquiera una palabra, Arlette asintió antes de dejar al hombre hablar, ya sabía el porqué de su llamado.

Se dirigió a la ducha, tomando una muy larga antes de tener que salir y enfrentarse a todo lo que le esperaba. Se vistió con un vestido largo, algo ajustado que la hacía lucir varios años mayor y tomó un abrigo negro del mismo largo. Salió en cuanto estuvo lista, encontrándose en el salón a sus dos primos.

En la habitación apenas se escuchaba el ruido de sus respiraciones, los tres jóvenes se habían sentado en uno de los sillones de la estancia para esperar a su abuela. Dracon miró a su prima Arlette, quien estaba mirando un punto fijo en el suelo, y tomó su mano para darle un leve apretón en ella. Pasos se escucharon desde las escaleras, su abuela junto a su padre venían bajando, este último con la cabeza gacha.

— Es hora de irnos, niños —anunció la mujer en un casi inaudible tono de voz.

Los tres asintieron antes de levantarse y comenzar a caminar detrás de los dos mayores.

Merline había tomado la mano derecha de Arlette, mientras que ésta agarraba el brazo de su primo con fuerza. Bastante obvio era que ninguno quería dirigirse hacia el cementerio, no querían ver como su hija/madre/esposa/tía era enterrada varios metros bajo tierra. No querían olvidar sus besos, sus abrazos de apoyo cada vez que la pasaban mal o sus tantos y buenos consejos.

Merline quería salir corriendo de allí en cuanto vio el ataúd donde el cuerpo de su tía se hallaba; Dracon estaba a punto de tirarse dentro del gran pozo que había sido cavado y Arlette probablemente lo seguiría. Varios conocidos y desconocidos estaban parados alrededor del gran pozo, llorando o simplemente mirando con seriedad el ataúd. Un viejo hombre alto de pelo canoso, comenzó a decir unas cuantas palabras que Arlette se negó a escuchar. Cerró los ojos, buscando en lo más profundo de su ser, los mejores recuerdos que tenía de su madre.

La primera vez que se le cayó un diente, su primera mascota, su carta a Hogwarts, la compra de su varita, su primer curso en Hogwarts y lo emocionada que estaba su madre, se podría decir que incluso más que ella. Las constantes cartas pidiéndole consejos para no ahogar a Malfoy en el Lago Negro. Cuando le contó sobre su primer beso...

Una lágrima dio paso libre a muchas más. Sonrió recordando las palabras de su madre, «ya no estaré enferma».

«Sí, mamá, ya no estarás enferma y no sufrirás más» El ataúd comenzó a ser bajado dentro del pozo, miraba por última vez aquella madera, la tierra comenzaba a ser lanzada contra esta. Su abuela lloraba, su padre lloraba. Incluso los que antes habían mostrado fuerza en sus rostros, habían soltado al menos alguna lágrima. Arlette miraba a su alrededor, su madre era querida y no podía sentirse más feliz por ello. Su madre había sido una persona muy sociable, una persona la cual tenía sus ideas claras y no dudaba ni un segundo en perseguir sus sueños y conseguir cualquier cosa que se le proponía. Era una loca por el arte, y si bien a sus padres la idea no le había hecho gracia, al ver su dedicación, dejaron que ella fuera feliz con lo que le gustaba. Una vez que tierra hubo tapado por completa el ataúd, sólo quedaba el recuerdo de todo lo que su familia había pasado junto a su madre. «La única pega es que tampoco estarás más con nosotros, mamá»

Blood Queen ━ Tom Riddle Donde viven las historias. Descúbrelo ahora