Escape

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  Salió de mi habitación y se fue a la de al lado. Puse seguro para que nadie vuelva a entrar, tomé mi bolso y salí por la ventana. Si a algo le faltaba a este internado, indudablemente ese algo era más seguridad. Caminé hasta el parqueadero de profesores, ninguno dormía aquí. Todos se iban apenas terminaban las clases y al día siguiente a las seis de la mañana ya están todos en filas en sus enormes y molestos autos tratando de entrar. En este momento todos los conserjes han de estar limpiando las aulas y los baños, y como todas las noches sólo uno se aseguraba de no dejar entrar ni salir a nadie. Me escondí detrás de un árbol, esperando a que él se sentara y quedara dormido. Alguien se le acercó, asomé mi cabeza un poco para que no me viera, era James, quien sí notó mi presencia. Me hizo señas para que avanzara y saliera lo más rápido posible. Ambos estaban hablando, más bien James lo estaba distrayendo. Como él sí tenía permiso podía salir sin ningún problema. Corrí tratando de no hacer ruido, me subí en un depósito enorme de basura y salté el muro. Lo había logrado, salí de aquel molesto colegio. Era tan fácil, cuántas personas podían entrar y llevarse todo lo que les plazca. Caminé rápido hasta la otra cuadra para esperar a James. Revisé mis manos, estaban cubiertas de sangre. De seguro aquellas cortadas las había ocasionado los pedazos de vidrios rotos pegados esparcidamente arriba del muro de todo el internado, algo común en las casas de Latinoamérica, sólo que aquí las hacían ver como un detalle elegante.

— Llegué —dijo y se paró a mi lado.
— Era hora. Vamos al banco, están por cerrar.
— Son las siete y media apenas.
— No hay tiempo —empecé a caminar nuevamente.
— ¿Qué te pasó en las manos? ¿No te duele?
— No, son sólo raspones.
— ¿Raspones? —bufó—. ¡Seguro! Si fueran sólo raspones no tendrías los vidrios todavía clavados.
— No me importa —seguí como si nada.

Llegamos al banco y nos colamos en una de las filas, por suerte el señor de atrás no dijo nada.

— Dame tu mano —la extendí y empezó a sacar los vidrios—. Ahora la otra —volvió a hacer lo mismo que con la anterior—. Listo —sonrió.

Sequé la sangre en mi short, era rojo y las manchas casi conchevinas lo hacían ver mucho mejor.

— ¿En qué puedo ayudarla? —preguntó amablemente la cajera.  

Betzabeth.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora