Capítulo 36. Todo estará bien.

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Cuando entro en la enfermizamente blanca habitación, lo primero que veo es una camilla

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Cuando entro en la enfermizamente blanca habitación, lo primero que veo es una camilla. Está cubierta por una también mortalmente blanca sábana. Sobre ella, está extendida mi madre, vestida con una de esas terribles y para nada higiénicas batas de hospital. Casi se me para el corazón al verla en el estado en el que se encuentra; sus ojos parecen vacíos, clavados en el suelo, como si fueran pozos sin fondo; su piel, pálida y de un tono casi violeta en algunas partes de su cuerpo; el cabello hecho un desastre; las manos temblándole.

—Hola, mamá —murmuro, incapaz de pensar en algo más. Me acerco a ella con suma lentitud. La enfermera que nos ha guiado hasta la habitación se retira, dejándonos a los tres solos. Me siento en la silla que hay al lado de la camilla y tomo la mano de mi madre entre las mías—. ¿Cómo te sientes?

Ella aprieta sus labios agrietados y pálidos y mueve sus ojos entreabiertos y claros hacia mí.

—Mucho mejor, gracias a los médicos.

Asiento, conteniendo las lágrimas en mis ojos. Sabía que no le iba a pasar nada, que no se iba a morir o algo parecido, pero encontrarte a tu madre tendida en el suelo de tu casa, sin respiración, provoca algo así como un trauma.

—Devorah —articula mi padre, con la boca abierta—. Sabía que no tenía que haberte dejado sola en casa. Tenías que haberme dicho que te sentías mal.

Mi madre niega con la cabeza, sonriendo a duras penas.

—No quería preocuparte. Ser una carga más de lo que soy normalmente.

Mi padre se queda en silencio, pero se acerca a mamá y aprieta su otra mano, reconfortando a Devorah. Por primera vez en mucho tiempo, siento una conexión especial. Salgo de la escena, de la situación que estoy viviendo, y lo observo todo desde otra perspectiva, como si yo en realidad no estuviera en la habitación, sino que fuese una cámara, captando las expresiones de los rostros de mis padres. Hago eso, y veo a mi padre y a mi madre mirándose con amor. Puede que no ese amor que puede superar todas las fronteras, pero es suficiente para mí. Y veo una familia unida, al menos por un momento.

—¿Qué pasó, mamá? —le pregunto, impaciente, al adentrarme en mi vida otra vez—. Cuando te vi en el suelo, con las pastillas en la mano, yo pensé que... Pensé que te habías suicidado.

Devorah abre su boca y hace una mueca, horrorizada.

—No —niega—. No estaba intentando suicidarme.

—Lo sé —asiento—. ¿Fue un ataque de pánico? ¿Como los que tengo yo? —Mi madre mueve su cabeza de arriba abajo—. Eso no explica por qué tenías un bote de pastillas abierto en la mano.

—El médico me recetó una medicación para erradicar los ataques de pánico —explica ella, consiguiendo que todo tenga sentido—. Como hace mucho tiempo que no tengo uno, llevo sin usarla unos cuantos años. Me sentía bien, porque sabía que Tobías no iba a abandonarme, ni tú tampoco. Sin embargo, esta mañana, estaba en la habitación revisando los papeles del divorcio y todo me golpeó de repente. Tú vas a irte a la universidad en unos meses —dice, clavando sus ojos claros y algo más brillantes en los míos—, y tu padre y yo vamos a separarnos. Voy a estar sola en unos pocos meses. Y me entró un miedo enorme. Llevo sin estar sola desde que Henry me abandonó a mi suerte cuando tenía tu edad, Leslie. Sentí que no podía respirar, así que corrí al baño en busca de las pastillas que hace tanto que no tomo. Para cuando quise tomarlas, ya era demasiado tarde. No podía respirar y todo estaba borroso. Solo sé que caí al suelo, incapaz de que mis pulmones cumplieran su función.

El cliché perfecto © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora